Muchas veces hemos escuchado en los medios de comunicación frases como “sobran un millón de empleados públicos”, o que el Estado “es un aguantadero de ñoquis”. Estos son algunos de los lugares comunes que califican al empleo en el Estado, pero quienes nos dedicamos a la administración pública y a estos temas desde hace años sabemos que la realidad es bien diferente: ni es simple, ni es lineal, y mucho menos sencilla.
En primer lugar, esta narrativa simplificadora coloca en la misma bolsa al empleo público nacional, provincial y municipal, al de organismos descentralizados, empresas públicas, y a otros poderes, no olvidemos que el Poder Judicial y el Poder Legislativo también son “El Estado”. Esto que es una obviedad metodológica y conceptual, no lo es tanto en la deliberación pública, porque cuando se habla de empleo público parece que siempre se está hablando de los ministerios del microcentro porteño.
Pero vayamos a los datos duros, según el Informe Trimestral de Empleo Público (ITEP) del INAP de junio de 2021, muestra que el 68,3% del personal civil de la administración nacional y los entes públicos tiene entre 40 y 65 años o más. Un análisis detallado da cuenta que el 23,5% del total tiene entre 55 y 65 años o más.
Un primer análisis permitiría inferir que, para fines de 2023, ese 23,5% tendrá más de 60 años en promedio. Por tanto, poco más de 45.000 agentes sobre un total de 193.220 estarán en edad de jubilarse y el ajuste lo hará la ANSES. Si durante los próximos cinco años que llevará jubilar al total de esa masa, solo ingresara un nuevo agente por cada cinco que se vayan, el downsizing vegetativo por jubilación será efectivo y la reducción “natural” será cercana al 20% del total.
Esta situación podría tener un impacto mayor aún si se ordenaran las provincias y municipios, que son los mayores empleadores del sector público. Según un informe de CIPPEC, el empleo público nacional representa menos del 20% del total del país, mientras que los municipios y las provincias se reparten el 80%, con el 25% y el 55% respectivamente.
Por otro lado, no sólo debemos ocuparnos de las cantidades, sino también de la calidad y de la modalidad. Necesitamos repensar la forma de trabajo en el Estado y aprovechar los beneficios de la tecnología, así como la experiencia del teletrabajo o la hibridación que nos dejó la pandemia de COVID-19. Estas prácticas atraen nuevos talentos, además de los desafíos que va a representar la generación Z en la estructura estatal.
Un estudio de la consultora Randstad de 2021 sobre las potencialidades del teletrabajo desde la visión de los propios trabajadores, señala que un 70% de los encuestados desearía desempeñar sus tareas desde su casa u otras locaciones por fuera de la oficina. Esto se acentúa en sectores más jóvenes, sobre todo en el segmento de entre 25 y 35 años, con casi un 80%. Los centennials juegan un rol central y el Estado debería pensar en estrategias para atraerlos y retenerlos. Una estrategia híbrida de trabajo, según roles y funciones, significa una posibilidad de cambio estructural importante, teniendo en cuenta que el ITEP muestra que un 32% del personal civil de la administración nacional y los entes públicos tiene menos de 40 años.
El desafío actual es la atracción de nuevos talentos y, especialmente, la formación en nuevas habilidades. Así como hace 40 años saber usar la Olivetti era un requisito indispensable para redactar informes en papel, hoy se privilegia el manejo de datos, las habilidades blandas, y las metodologías ágiles sobre la formación académica clásica. Una verdadera reforma del empleo estatal debe planificarse para apuntar a este último aspecto, sobre todo (re)pensando la forma de acceso, la modalidad, las competencias, la capacitación, y la modernización del mismo que abarque los tres poderes y los tres niveles de gobierno en un gran acuerdo federal con los números en la mano y con un sistema de incentivos y penalizaciones claro.
Artículo disponible en La Nación.