Socialdemocracia y neoliberalismo, ¿pueden convivir?


«Me desprecias, ¿verdad Rick?», pregunta Ugarte -el personaje que encarna Peter Lorre– a Humphrey Bogart, protagonista de Casablanca. Rick responde: «Si llegara a pensar en ti, probablemente te despreciaría«. Este famoso diálogo resume el colmo de la humillación, la expresión insuperable del desdén que puede sentirse por alguien. Lo recordé en mayo del año pasado, cuando al preguntársele al inefable Guillermo Moreno, exsecretario de Comercio de Cristina Kirchner, qué opinaba de Alberto Fernández como candidato presidencial, lo tachó de «socialdemócrata». Claro que mi evocación cinéfila invertía el sentido. Supongo que a muchos, como a mí, el «insulto» les habrá sonado como un inesperado cumplido. Es como si se quisiera denigrar a alguien tildándolo de «generoso» o «justo».

Este año, Moreno insistió en la calificación cuando los diarios titularon que, según él, «el 17 de octubre va a poner en tensión al gobierno socialdemócrata de Alberto». Alguno podría señalarme que en otro momento de su comentario, el ex agregado comercial de la embajada argentina en Italia calificó a Fernández de «socialdemócrata liberal». O como «un socialdemócrata que expresa al neoliberalismo». O, como «aclaró» finalmente para que no hubiera confusión, que Fernández «tiene en lo económico una cabeza neoliberal, y en lo filosófico-teológico-cultural (sic) es un socialdemócrata».


  • La socialdemocracia sigue siendo una filosofía política y social que apoya la intervención estatal en el orden socioeconómico para promover la justicia social dentro del marco de un sistema político democrático y una economía mixta.

Se trata de una extraña combinación cuyas referencias históricas o casos reales evidentes me resultan desconocidos. Si todavía confío en mi formación como politólogo, creo que la socialdemocracia sigue siendo una filosofía política y social que apoya la intervención estatal en el orden socioeconómico para promover la justicia social dentro del marco de un sistema político democrático y una economía mixta. Sus políticas apuntan a la redistribución equitativa del ingreso, la regulación de la economía y el funcionamiento de un Estado de Bienestar que procura el interés general de la sociedad.

El origen y la difusión de este modelo de organización social en los países escandinavos tendió a identificarlos colectivamente, desde la segunda posguerra, como socialdemocracias o «capitalismos renanos», en los términos de Michel Albert. Este autor lo contraponía al modelo neoamericano que encarnaron en su momento EE.UU. y el Reino Unido bajo los gobiernos de Reagan y Thatcher. Fue Carlos Menem el primer gobernante civil que pocos años después introdujo el neoliberalismo en la Argentina y, tal vez, es la asociación de Alberto Fernández con Domingo Cavallo en 2000, cuando integró su lista de legisladores en la elección a jefe de gobierno porteño, lo que llevó a Moreno a tildarlo de neoliberal.

Lo cierto es que juntar socialdemocracia con neoliberalismo equivale a mezclar aceite con agua. Y como existe mucha confusión al respecto trataré de introducir algo de luz sobre el tema. La literatura tiende a coincidir en que las corrientes políticas consideradas «de izquierda» reconocen en un extremo al comunismo y, en el otro, más cerca del centro del espectro político, a la socialdemocracia. Entre ambos se ubica la democracia social. Sin entrar en los matices, podríamos coincidir en que todas las variantes intermedias, que son muchas, pueden reconocerse como formas de socialismo.

Doctrinariamente, el comunismo propone una organización social en la que desaparecen la propiedad privada y las diferencias de clases, y en la que los medios de producción y la distribución equitativa de sus frutos son monopolizados por el Estado. Para los socialistas democráticos, capitalismo y democracia liberal son irreconciliables. Los trabajadores deben controlar los medios de producción, pero la conducción del Estado debe alcanzarse democráticamente y no, como lo sostiene el comunismo, por medios revolucionarios. En cambio, los socialdemócratas consideran innecesarios tanto la revolución violenta como el colapso del capitalismo. Privilegian la política como mecanismo para regular la economía, redistribuir el ingreso y reducir las profundas desigualdades sociales.

Es cierto que estas diferencias, muchas veces, ni siquiera son debidamente interpretadas por los propios políticos. Sin ir más lejos, Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez, que conformaron una de las fórmulas del Partido Demócrata antes de abandonar la contienda preelectoral, se confesaban orgullosos socialistas y se definían como socialistas-democráticos. Al mismo tiempo, cuando buscaban referencias en sistemas políticos afines a su posición ideológica, no dudaban en identificarse con las socialdemocracias escandinavas. Esta ambigüedad fue claramente expuesta por Daron Acemoglu, para quien lo que Estados Unidos necesita no es ni el fundamentalismo de mercado ni el socialismo democrático, sino la socialdemocracia. Es decir, una regulación eficaz para controlar el poder de mercado concentrado, una voz más decisiva de los trabajadores, mejores servicios públicos, una red de seguridad social más fuerte y una nueva política tecnológica en favor del interés de las mayorías.

Estas orientaciones son diametralmente opuestas al neoliberalismo. A pesar de su reciente declinación en Europa, la socialdemocracia ha sido el sistema que mejor ha conciliado el capitalismo con la gobernabilidad democrática. Todos los países nórdicos, que fueron su cuna, integran el «top 10» en la mayoría de los indicadores con que se evalúa el desempeño de un país. Dinamarca, por ejemplo, gobernada actualmente por una coalición liderada por la socialdemocracia, tiene un PBI próximo a los 60.000 dólares per cápita, es el 7° entre los países más ricos del mundo, el menos corrupto y el segundo en el «índice de felicidad». Y en la relación entre recaudación tributaria y PBI, prácticamente duplica la presión fiscal de la Argentina.

Con solo observar su clase política, comprenderíamos algunas de las razones del éxito socialdemócrata. Los diputados de Suecia, por ejemplo, viven sin lujos en departamentos de 40 m2 con lavandería en el sótano, sin personal de servicio, sin auto oficial ni chofer. Todos ganan el mismo sueldo -unos 6800 euros al mes- y trabajan entre 60 y 70 horas por semana. Son países con bajísima tolerancia a la corrupción política, donde la diputada Mona Sahlin, socialdemócrata, tuvo que dimitir luego de comprobarse que había adquirido un Toblerone con una tarjeta Visa oficial. Parecido a lo que ocurre en uno de los capítulos de Borgen, la popular serie danesa de Netflix.

La socialdemocracia solo puede convivir con el neoliberalismo en una mente bipolar. ¿Y en lo filosófico-teológico-cultural? La filosofía socialdemócrata puede inferirse a partir de las actitudes y realizaciones de quienes actúan en su nombre. Su teología me resulta indiscernible, porque no le encuentro mayores nexos con la divinidad. Y culturalmente, creo que solo en un contexto de confianza recíproca entre gobernantes y ciudadanos, de ausencia de grietas, de respeto a los derechos, pero también a los deberes, y de vigencia de valores de solidaridad social, una socialdemocracia puede echar raíces más o menos firmes. Ojalá llegue el día en que llamemos a alguien «socialdemócrata» y esa persona sea, casualmente, quien esté rigiendo los destinos de nuestro país.

Artículo disponible en el diario La Nación.