¿El remedio o la enfermedad?


Paraliza el funcionamiento de las entidades públicas, o deteriora los ingresos de 400.000 personas.

 

La Sección Segunda del Consejo de Estado le creó un inmenso problema a la administración pública colombiana. Su decisión de establecer un plazo de 30 días hábiles (45 días calendario) que deben transcurrir para que un contrato estatal de prestación de servicios pueda ser renovado va a generar uno de dos problemas: o paraliza el funcionamiento de las entidades públicas, o permite el deterioro en los ingresos de algo más de 400.000 personas que viven de sus servicios personales al Estado.

A diferencia de un contrato de trabajo, un contrato de prestación de servicios personales con el Estado no genera relación laboral ni prestaciones sociales. Los hace contratistas, pero no empleados. Y solo se puede celebrar por el término estrictamente indispensable.

Pues bien, cerca de 17.000 colombianos que han sido vinculados a la administración pública como contratistas han demandado porque en desarrollo de su obligación contractual se convirtieron en empleados de hecho, pero sin los beneficios de ese régimen laboral. Bien porque les asignaron tareas que atendían necesidades permanentes o recurrentes, o bien porque realizaban labores que podían ser cubiertas por personal de planta de las entidades. Exigían que se les reconociera esa condición laboral. 9.300 ganaron y hubo que pagarles más de un billón de pesos. Y hay más de 7.300 demandas que están en curso, por un valor de otro billón de pesos.

Paradójicamente, el problema surge de la combinación del genio de los economistas con la voracidad de los políticos: como los políticos llegan a devorar las finanzas, en un momento hubo que poner límites al déficit público. Se trataba de lograr que el nivel de gasto fuera consistente con los ingresos estructurales de la Nación. Se creó la “regla fiscal”, que pone límites al crecimiento del gasto público, especialmente para el aumento del empleo público. Como los cálculos del personal de planta que se requería para operar las entidades gubernamentales no alcanzaban para atender las necesidades, se permitió un crecimiento desproporcionado de los contratistas de prestación de servicios.

Así se llegó a que, por ejemplo, Planeación Nacional tenga 357 empleados de planta y más de 900 contratistas, o el Ministerio de Ciencia y Tecnología, 120 servidores de planta y más de 400 contratistas. Y si se revisan el ICBF, Sena o los ministerios de Salud o Educación, se encontrará que la proporción de contratistas es muy alta. Aunque oficialmente no hay datos, se calcula que solo por prestación de servicios habría cerca de 100.000 contratistas en el nivel nacional, y unos 300.000 en los gobiernos territoriales. De esos miles de contratistas depende buena parte del funcionamiento de la administración pública.

El problema está en que no se trata de tareas de alta complejidad, pero sí requieren de un cierto conocimiento y práctica en el terreno. De esos 400.000 contratistas, cerca de 300.000 no reciben más de cuatro salarios mínimos, que no es un gran ingreso si se consideran los pagos de ICA, salud y pensiones que debe pagar por su cuenta el contratista.

La administración pública está ante el riesgo de quedar paralizada. ¿Qué van a hacer los ministerios, departamentos administrativos o las entidades como el Sena o ICBF con los contratistas que vienen adelantando labores allí? ¿Les van a pedir que esperen mes y medio sin trabajar mientras se termina un contrato e inicia otro? ¿O, para evitar la parálisis, van a contratar nueva gente? Y si es así, ¿los que están se van a quedar por fuera?

Como las tareas no van a desaparecer, ni la administración se puede bloquear, lo que puede ocurrir es que los contratistas, para no perder el contrato, estarán dispuestos a trabajar gratis los 30 días hábiles, lo que va a pauperizar sus ingresos. Por donde se mire, resulta peor el remedio que la enfermedad. Y más vale que se subsane pronto.

Artículo disponible en El Tiempo.