Está probado que los Estados y los regímenes políticos resisten los malos gobiernos, incluso los vacíos de poder. Tampoco caen porque haya congresos corruptos, o porque en su lugar funcionen cuerpos constituyentes paralelos. Se sostienen. Pero lo que ningún Estado ni ningún régimen político aguantan es la fractura de la justicia. La falta de justicia hace colapsar un Estado, o deja sin piso a un régimen político.
Pareciera que en Colombia no hay conciencia de esa realidad. Los actores del aparato judicial andan en una guerra de todos contra todos, socavando la poca legitimidad y consistencia que le quedan al Poder Judicial en este Estado de instituciones frágiles y éticas volátiles.
El escenario no podría ser peor. Una circular del Fiscal General que ordena adelantar audiencias de imputación y hacer las acusaciones a que haya lugar al general Montoya produce reacciones tan duras como encontradas. Mientras que las víctimas aplauden la decisión porque finalmente alguien impulsa un proceso que estaba paralizado, importantes juristas cuestionan la decisión porque no solo la consideran ilegal, sino que podría ser una estratagema para dejar sin piso a la JEP.
Al mismo tiempo, una filtración de la Corte Constitucional revela una ponencia que propone declarar “el estado de cosas inconstitucional” en el desarrollo de la implementación de los acuerdos de paz con las Farc. Es evidente que hay alguien en la Corte interesado en aprovechar esa noticia. Independiente de la decisión que tome la Sala Plena, el magistrado(a) que filtró o dejó filtrar las 253 páginas sabe bien el daño político internacional que puede causar semejante titular.
Los actores del aparato judicial andan en una guerra de todos contra todos, socavando la poca legitimidad y consistencia que le quedan al Poder Judicial.
Y mientras la JEP aguanta otra tormenta porque un miembro de las Farc reivindica la autoría del asesinato de Álvaro Gómez y nadie (ni siquiera el supuesto testigo) le cree, se abre otro frente de guerra con la propuesta de amnistía general que el expresidente Uribe pone sobre la mesa. La lista podría ser más larga.
Parece que el tiempo no hubiera pasado. Que nadie hubiera hecho absolutamente nada en estos cinco años. Todos están empeñados en pasar factura a los demás, por la manera como piensan o están procediendo.
Detrás de semejante guerra hay una verdad: el exfiscal Martínez y el presidente Duque tenían razón cuando, al objetar la Ley Estatutaria de la JEP, argumentaban que los procesos de la justicia ordinaria no se podían detener. Era simple. La JEP no estaba en capacidad de asumir los miles de procesos que le entregaba la ley a un organismo de 35 magistrados, cada uno con 10 personas que en promedio los apoyan. ¿Cómo van a tramitar los 8.000 procesos que tiene una de las salas de ese organismo, conformada por solo seis magistrados, y que en un año o menos puede llegar a 24.000?
Cuando el tema se planteó, hubo rayos y centellas. Luego, en el auto TP-SA 550 de 2020, la Sección de Apelaciones aceptó esa realidad, al pedir a la justicia ordinaria que siguiera el proceso hasta la sentencia del general Iván Ramírez, por los hechos del Palacio de Justicia. La ley es clara. Si alguien quiere someterse a la JEP y presenta un compromiso claro, concreto y programado, y se lo aprueba la sala respectiva, ¿cuál es el problema? ¿Por qué la justicia ordinaria no puede complementar el trabajo de la JEP?
Lo importante de esta decisión es que la misma sección corrige. Unos meses antes había actuado en sentido contrario, con el auto TP-SA 110 de 2019, que solicita a la justicia ordinaria devolver el caso del coronel Plazas Acevedo, por la muerte de Jaime Garzón. Como era de esperarse, el caso está estacionado en la JEP, ¡sin sentencia!
¿Por qué, en lugar de hostilizar, no intentar trabajar juntos para evitar que los criminales de guerra y responsables de delitos de lesa humanidad salgan rozagantes por la puerta de la impunidad, mientras las víctimas (todas) siguen padeciendo el dolor de ver que los procesos no avanzan?
Artículo disponible en El Tiempo.