Esta entrada y la siguiente forman parte de un capítulo que llevará por título «Cuerpos y puestos en la función pública española. Diagnóstico, propuestas y líneas rojas» incluido en un libro colectivo.
Si a lo largo de las dos últimas décadas se constata una alta coincidencia en el diagnóstico y en muchas de las propuestas sobre la función pública española, esencialmente en el modelo al que debe evolucionar el sistema actual, hay que preguntarse por los motivos de la esclerosis que afecta a casi toda ella. Una causa es la inestable alianza entre los burócratas y los políticos que lleva a no alterar el statu quo al no obtener ninguno de ellos ganancias sustanciales con la introducción de cambios. Se va a profundizar en este enfoque destacando las medidas que presentan dificultades o grandes dificultades para introducirse en el sistema de función pública español y aquellas que representan claras líneas rojas muy difíciles de superar desde los planteamientos actuales. Se enfatiza en este punto, en que es necesario un cambio profundo de perspectiva en la función pública española para incluir los cambios sobre los que parece existir un alto consenso.
Dentro del sistema actual de función pública, sin necesidad de incluir cambios profundos, se pueden introducir una serie de medidas, aunque no están exentas de dificultades o grandes dificultades. Entre las primeras encontramos la simplificación de los complementos específicos, aunque se ha llegado al estrecho abanico retributivo, incluso para puestos con responsabilidades similares, después de varias décadas de negociación sindical y de integración, en el caso autonómico, de las distintas transferencias de personal recibidas. También encontramos barreras culturales como la mayor dotación de los puestos vinculados con el presupuesto, la recaudación o la inspección tributaria o determinadas funciones como las asociadas al apoyo a la decisión política. Finalmente, el complemento específico está asociado a la posición jerárquica que se ocupa en la organización. Estas características dificultan un proceso de racionalización de los complementos específicos y, en general, de las retribuciones.
Algo similar ocurre con la simplificación de los puestos singularizados. En este caso hay que añadir la fuerte presión que ejercen los departamentos para dotarse de puestos bien retribuidos y para crear puestos de estructura cuando no fructifican los intentos de mejorar la relación de puestos de trabajo (RPT). Además, la cultura organizativa empuja a crear «puestos refugio» en prevención del cese en los puestos de libre designación o de nombramiento político ante eventuales reestructuraciones o debido a remociones por causa política, rompiéndose así las reglas generales que puedan existir en materia de ordenación de los puestos.
No resulta fácil encontrar responsables políticos que impulsen, cuando existen, la implantación y actualización de los manuales de funciones, de descriptores de competencias y de valoraciones de puestos de trabajo; menos aun alinearlos con los instrumentos de gestión (selección, provisión, promoción, …).
Es difícil dar un tratamiento homogéneo a la promoción interna horizontal y vertical atendiendo a cada Administración y a cada cuerpo. Nos encontramos con cuerpos en los que no existe la promoción interna, otros en los que se abre a un abanico de diversos cuerpos y escalas y otros que ofrecen pocas facilidades para la promoción. Los criterios de esta dispersión suelen ser vagos y a veces están relacionados con la «dureza» mayor o menor de las pruebas de conocimiento, el número de ejercicios y su tipología. Estos criterios son establecidos por los integrantes de los cuerpos superiores.
Podemos encontrar mayores dificultades conforme nos adentramos en reformas que precisan de un mayor concurso político para llevarlas a cabo. Así, tratar los problemas del empleo público en un marco de visión global del servicio público no desconectada del resto de reformas necesarias parece casi un objetivo inalcanzable. A este respecto, baste remitirse, por ejemplo, a los planes de modernización de la Administración emprendidos en España desde los años 80 del pasado siglo. A corto plazo veremos las posibilidades que ofrece el impulso externo de los nuevos fondos europeos para transformar la Administración.
Tampoco es menor la problemática jurídica que acompaña a la implantación de un modelo como el que se ha apuntado. La inseguridad jurídica en la que pueden moverse las reformas pretendidas retrae a los responsables públicos a emprenderlas. Se refuerza así el riesgo inherente a los procesos de innovación en los que, además, la ganancia en términos políticos suele ser muy reducida. En un entorno volátil como el actual es dudoso que quien comience una reforma vaya a verla acabada o, al menos, planteada en todos sus términos.
La jerarquía real existente en la burocracia se puede constatar de una manera indirecta a través de, por ejemplo, los complementos específicos en las RPT y del mantenimiento de las diferencias entre los puestos propios, no necesariamente reservados formalmente, de unos u otros cuerpos. Esta cuestión es cultural, pero también es estructural al afectar a la manera en la que se delimitan formalmente las áreas de dominio de unos cuerpos u otros en el diseño orgánico de las Administraciones. Estas áreas suelen mantenerse incluso durante los cambios importantes de las estructuras departamentales. A esto hay que añadir que la potestad jerárquica de los cuerpos superiores en el interior de la organización favorece el desarrollo de los puestos de estructura. Esto se priman al ser la manifestación de la distribución del poder burocrático en la organización y se distinguen en sus retribuciones positivamente del resto de los puestos. De aquí se puede deducir que no será fácil achatar las organizaciones y generalizar los puestos tipo, antes bien, es bastante posible que se presione para que el desempeño de los puestos de la carrera vertical se valore en la carrera horizontal, lo que puede hacer que se desvirtúe esta, especialmente en el nivel superior de la organización. En esta misma línea, es posible que no esté exento de dificultades introducir en los sistemas de carrera vertical perfiles competenciales y de la evaluación del trabajo desarrollado.
Tampoco será fácil aceptar que la introducción de un modelo de carrera profesional no suponga una mejora retributiva para los funcionarios, sino simplemente una reordenación de sus retribuciones como suele plantearse en las propuestas. Va a ser arduo admitir que la carrera horizontal afecte a todos por igual y que el ascenso en los grados no implique cambio en las responsabilidades, habida cuenta de la movilidad existente entre puestos en la actualidad, especialmente en el subgrupo A1 de la Administración General del Estado.
Los condicionamientos presupuestarios de las reformas, aunque se pretenda que sea a «coste 0», han pesado mucho a la hora de introducirlas en la función pública. Como suelen señalar los funcionarios experimentados, no se recuerda una reforma que no haya supuesto una mejora retributiva con carácter general para los empleados públicos. Esto lo saben bien los departamentos de Hacienda que no suelen encontrar el momento adecuado para incrementar el gasto de personal. Las propuestas encaminadas a establecer cupos de ascensos u otros sistemas para garantizar la sostenibilidad de las reformas no parecen muy viables en una Administración con una cultura muy igualitaria alentada por los sindicatos.
Muchas de las propuestas plantean directa o indirectamente la cuestión de la delimitación de los puestos y áreas que corresponden al personal laboral y al funcionario. Además de lo ya señalado, hay que apuntar que no sería fácil revertir los procesos de funcionarización, algunos relativamente recientes, ni revisar los puestos de estructura ocupados por el antiguo personal laboral. Uno de los ejes de la negociación sindical de las últimas décadas se ha centrado en procesos que, con el nombre de funcionarización o consolidación, empujan a que todo el personal en la Administración sea permanente, preferentemente funcionario, a tiempo completo e inamovible, introduciéndose así un alto nivel de rigidez en términos comparados. En las últimas décadas, las Administraciones han empleado una gran cantidad de energía en estos procesos que podrían haberse aprovechado para incluir elementos que las hubiesen hecho más flexibles, profesionales y productivas. También podrían haber incluido propuestas conducentes a lograr estos objetivos en las negociaciones colectivas.
Las tendencias anteriores están muy consolidadas y se extienden a la rigidez de los puestos de trabajo, en los que la descripción a veces detallada de funciones no se justifica con las competencias requeridas para su desempeño. En algunas ocasiones se busca dificultar o impedir su alteración, modificación o posible supresión. La consecuencia natural es la presión para incrementar las plantillas. Esto choca, por ejemplo, con algunas propuestas encaminadas a crear unidades y puestos volantes que puedan prestar servicios en diferentes ámbitos en función de las necesidades existentes. Las recientes llamadas durante la pandemia a la movilidad interna voluntaria en las Administraciones para cubrir áreas desbordadas por la carga de trabajo, como las de gestión de los ERTE, no han tenido éxito.
En la base de las grandes dificultades anteriores se encuentra el sistema de relaciones laborales en las Administraciones que es poco dado, en general, a la autorregulación y se produce en un marco en el que domina el logro de la «paz social» y la falta de profesionalización en la negociación. Esta suele verse como un fin en sí misma por parte de algunos responsables políticos de la función pública, lo que actúa como un incentivo claro para que no se plantee un cambio en la orientación de la negociación con el fin de que prime el interés del ciudadano y del servicio. El resultado, en muchas ocasiones, es el distanciamiento entre las condiciones laborales del ámbito público y del privado, lo que se hace más evidente en periodos de crisis como el actual.
También presenta una gran dificultad la modificación de la selección de los cuerpos de funcionarios y su orientación a las competencias y habilidades para el desempeño de los puestos en la Administración, al menos los iniciales. Esto no se debe a la inexistencia de alternativas en diversos sectores de la función pública. Así, encontramos diversos modelos de selección en las Administraciones sanitaria, universitaria, de seguridad, de emergencias o militar o en determinados puestos o categorías en el ámbito laboral. Además, hallamos un modelo dotado de estabilidad y profesionalización -aunque incompleta al faltar algunos perfiles profesionales relacionados con la selección- en la Comisión Permanente de Selección encargada de los procesos de ingreso de los cuerpos generales y de sistemas y tecnologías de la información de la AGE que no sean A1, que representan el grueso de la oferta de empleo público de esta Administración.
En el caso de la selección las resistencias vienen originadas por la departamentalización y por el peso en el reclutamiento de las subsecretarías y de los centros de adscripción de algunos cuerpos superiores. A ellas hay que añadir consideraciones de carácter social. La vieja constatación de que en el nivel burocrático no existe selección sino cooptación no queda desmentida por los estudios recientes. Estos señalan que existe sesgo geográfico en los aprobados en las pruebas selectivas de los cuerpos superiores de la AGE al predominar los nacidos o los que han estudiado en Madrid; sesgo social, al pertenecer predominantemente a las clases media y alta; sesgo familiar, al dominar los progenitores que desempeñan funciones técnicas y directivas; y sesgo administrativo, al existir lazos familiares con la Administración pública y al ocupar puestos medios o superiores en muchos casos.
Si tenemos en cuenta el punto de llegada del proceso selectivo, el sistema actual produce situaciones inequitativas en el acceso a la función pública. Esto es debido al alto coste de la preparación de la oposición, que suele incluir el pago a un preparador, y la deficiente gestión de la información de la oferta de empleo público. Estos aspectos pueden solucionarse, aunque no sin dificultad, y deberían completarse con una línea de ayudas a determinados opositores mientras se resuelven los problemas de fondo o se cambia el modelo de selección.
Los intentos de modificar el actual sistema selectivo, especialmente en la función pública superior, es probable que choquen con la tradición corporativa de autoselección y con una opinión pública que, ante la desconfianza que suscitan las instituciones políticas y sus integrantes, recelen de que la introducción de pruebas «no objetivas» sean la puerta de entrada al clientelismo político, la politización y la corrupción. Por eso no es de extrañar que algunos altos funcionarios, aun reconociendo las disfunciones de la selección actual, afirmen que su eventual modificación sería un ejercicio delicado que no debería emprenderse salvo si existen evidencias de que es para mejorarlo.
Finalmente, otra cuestión que tampoco resulta fácil de resolver es la movilidad entre Administraciones públicas. Las propuestas que algunas veces se han realizado en el sentido de llegar a convenios entre Administraciones para fomentar el intercambio de personal entre la Administración del Estado y las autonómicas en ámbitos competenciales concurrentes como comercio, hacienda, seguridad, exteriores… es muy probable que no pasen de ahí. Se necesitaría una estrategia común acordada en la Comisión de Coordinación del Empleo Público y, posteriormente, su formalización en la Conferencia Sectorial de Administración Pública.
Los diversos acuerdos alcanzados hasta la fecha en esos órganos no mueven a la esperanza para que se pueda hablar de que la movilidad llegue a ser un hecho. Lo que existen son movimientos individuales, normalmente a puestos de libre designación. Lo usual es que las RPT se encuentren bloqueadas para otras Administraciones o sectores de una misma Administración, por lo que se suelen poner impedimentos en las RPT y en la normativa. La razón de base es que la entrada externa a esos puestos priva de las posibilidades de promoción al personal que ya existe en la Administración. De nuevo juegan factores corporativos y de negociación sindical que se anteponen, por ejemplo, a la posibilidad de atraer talento contrastado de otras Administraciones y crear así un circuito de excelencia funcionarial en nuestro país.