Entre los muchos intelectuales y académicos, expertos en casi todas las disciplinas científicas, que han analizado desde distintas perspectivas los efectos de la pandemia, hay un grado de consenso apreciable sobre un punto: más que constituirse en sí misma como un factor de cambio disruptivo, la Covid-19 está siendo un impetuoso acelerador de tendencias preexistentes que, impulsadas por la revolución tecnológica y la globalización, habían comenzado ya a transformar el mundo.
Es un hecho que la pandemia ha afectado intensamente a los gobiernos y sus organizaciones. Ahora bien, en un universo como este del sector público, menos sensible que otros a los cambios de fondo, cabe preguntarse si esa enorme sacudida supondrá un punto de inflexión, esto es, si las dinámicas de transformación prevalecerán sobre las inercias de continuidad que lo caracterizan, o bien sucederá lo contrario.
En todo caso, y aunque es pronto, sin duda, para disponer de evidencias concluyentes, tanto las experiencias de manejo de la pandemia como los estudios que han empezado a analizarlas permiten avanzar conclusiones y extraer aprendizajes que los gestores públicos harían bien, en incorporar al bagaje con que contemplan el futuro inmediato. El propósito de este artículo es resumir unos cuantos.
Covid-19 puso de manifiesto desde el principio el papel central de los sistemas públicos. Si bien el esfuerzo para afrontarla requirió la acción de múltiples actores sociales, los gobiernos se erigieron rápidamente en protagonistas principales, obligados a implicarse en: a) una intensa actividad regulatoria para adaptar las normas a los nuevos escenarios y modular los comportamientos colectivos; b) el ejercicio de un rol poco discutido de liderazgo y coordinación de las respuestas; c) la dotación de ingentes recursos económicos destinados a subsidiar a los sectores y colectivos más vulnerables a la crisis, y a financiar la investigación sobre vacunas y tratamientos; y d) la activación extraordinaria de un conjunto de servicios públicos indispensables para proteger a la población y asegurar el funcionamiento de las actividades esenciales en un contexto crítico.
Esta centralidad se va a mantener probablemente en el futuro, porque así lo exigirá la agenda de problemas complejos en entornos inciertos que caracteriza a este tiempo. Y ello hará a los sistemas públicos –como está ocurriendo durante la pandemia– más presentes y visibles, lo cual tiene un doble efecto.
Por una parte, incrementa la demanda social de transparencia. Hemos visto a los gobiernos sometidos durante el último año a un escrutinio social intenso que ha reclamado acceder a la información, contrastar los datos y conocer los criterios de decisión, así como la identidad de quienes los establecen. En España, esto ha provocado un incremento de las tensiones, ya antiguas, entre el Consejo para la Transparencia y una Administración en la que pervive aún la cultura de la opacidad. Esta presión social por la transparencia va a mantenerse alta, previsiblemente, en el futuro.
Las necesidades de transparencia e información veraz van a formar parte de una demanda social creciente
Por otra parte, la pandemia ha resaltado la capacidad y entrega de muchos servidores públicos –en especial en la sanidad y otros sectores esenciales– pero también ha desnudado en los servicios fallos y carencias que no eran tan evidentes cuando la visibilidad de lo público era menor. Los déficits de digitalización, la rigidez y lentitud burocrática de muchos procedimientos, la falta de coordinación entre administraciones, la inexistencia de responsabilidades claras, son defectos que se han evidenciado en nuestro país durante estos meses y han hecho aflorar elementos de insatisfacción que no desaparecerán por sí solos.
Pese a las diferentes realidades de cada país, la gestión de Covid-19 ha revelado a lo largo del tiempo, como destaca la OCDE en un informe de noviembre último, un número creciente de similitudes en las respuestas de los gobiernos y sus organizaciones. La existencia de una amenaza común, la enorme incertidumbre y la disponibilidad de datos comparables en tiempo real han expandido, con un alcance sin precedentes, el benchmarking, el contraste, la emulación y, en buena medida, la confluencia de políticas.
La globalización de la información se ha extendido al conjunto de la sociedad. Nunca antes la ciudadanía había consumido tan activamente y tan al día información comparada sobre la actuación de los gobiernos en todo el mundo, y la había utilizado para formar criterio sobre las medidas adoptadas en su propio país.
Los sistemas públicos nacionales deberán seguir haciendo uso del análisis comparado y desarrollándolo como un requisito de calidad y legitimidad de sus decisiones
Esta tendencia ha llegado para quedarse. Lo impondrá una doble necesidad: la de afinar los mecanismos de producción de respuestas públicas y la de responder a una opinión pública entrenada en la mirada al exterior y la comparación. Los sistemas públicos nacionales, que seguirán afrontando un amplio elenco de problemas compartidos por otros países, deberán seguir haciendo uso del análisis comparado y desarrollándolo como un requisito de calidad y legitimidad de sus decisiones.
De las últimas décadas del pasado siglo arranca la crítica a la Administración burocrática tradicional por sus limitaciones para afrontar problemas complejos (wicked problems, en la literatura académica), caracterizados por definiciones ambiguas, causalidades múltiples, respuestas en conflicto e inexistencia de soluciones estandarizadas. Como destacan Ansell, Sorensen y Torfing en un artículo reciente, Covid-19 eleva la apuesta al convertir, además, algunos de ellos, como la pandemia, en turbulentos, esto es: sorprendentes, inconsistentes, impredecibles e inciertos.
El conocimiento disponible sobre crisis management puede ayudar a manejarse ante esta clase de problemas, pero no es suficiente. Pensado para adaptar las organizaciones temporalmente a las exigencias de un período crítico, y focalizado en cuestiones sobre coordinación y comunicación, sirve, como ha escrito Víctor Lapuente, para gestionar el riesgo, pero no la incertidumbre. No está concebido para incorporar establemente a la gobernanza pública algunos de los atributos que la turbulencia exige: fundamentalmente, altas dosis de flexibilidad, capacidad de experimentación y habilidad para crear redes y colaboraciones con otras administraciones, la sociedad civil y el sector privado.
Los autores citados utilizan el término “robustez” (robustness) para definir ese modelo de gobernanza pública apto para manejarse en entornos turbulentos. Exige, señalan, que la gestión pública basada en el control ceda paso a otra basada en la confianza. En cualquier caso, hablamos de enfoques alejados del modelo jerárquico y autosuficiente que sigue predominando en la mayor parte de nuestras administraciones, y de la cultura del control formal y el “cero errores” que lo acompaña.
Las tensiones entre los distintos niveles de administración han acompañado a la gestión de la pandemia en todo el mundo, incluso en los sistemas federales más consolidados, como Estados Unidos o Alemania. En España, la coordinación entre el gobierno central y los gobiernos territoriales (la mal llamada “cogobernanza”) explica algunos éxitos y muchos fracasos, y apela a invertir en la mejora del diseño institucional de nuestro esquema de gobernanza multinivel.
Por poco descentralizado que esté un estado (y ese no es, desde luego el caso de España), la gestión pública de esta clase de retos exige incorporar a la producción de respuestas a instancias territoriales próximas a los ciudadanos, y si añadimos a la ecuación –y es imprescindible hacerlo– al sector privado y la sociedad civil, el reto de coordinación se complica aún más.
En España, la coordinación entre el gobierno central y los gobiernos territoriales explica algunos éxitos y muchos fracasos
La creación de comunidades de práctica, el intercambio habitual de información y colaboración en los niveles técnicos y de gestión de las organizaciones, la consolidación de redes profesionales basadas en la confianza, alejadas de la controversia política, son los mejores instrumentos para conseguir esa articulación de respuestas. En el escenario español post-Covid-19, una prioridad colectiva, como lo será la gestión de los proyectos financiados con fondos de recuperación NGEU, volverá a ponernos a prueba en este sentido.
Cuando no existen respuestas estandarizadas y protocolizadas, es obligado innovar. Y, como intenté argumentar en un trabajo algo anterior al virus, la Administración, que no nació para innovar sino más bien para lo contrario, necesita hacer evolucionar sus esquemas de gobernanza, incorporando la exploración y la experimentación a sus modos de decidir y hacer.
Covid-19 ha mostrado esa necesidad, y también las posibilidades de un sector público innovador, con iniciativas documentadas en campos como las plataformas de datos abiertos, el rastreo de contagios, la telemedicina, el entrenamiento en salud para personal no sanitario, el uso de impulsos (nudges) para el cambio de conducta ciudadana, el apoyo a autónomos y pequeña empresa en comercio electrónico, la medicalización de espacios, el crowdsourcing y otras formas de apertura a la colaboración de los ciudadanos, y bastantes más. También ha evidenciado sus limitaciones, especialmente en forma de colapsos por sobrecarga, en servicios asfixiados por la rigidez burocrática y la dificultad de funcionar en remoto. En España, los atascos en la tramitación de créditos, ayudas y prestaciones como los ERTE o el Ingreso Mínimo Vital muestran esta otra cara de la moneda.
La digitalización ha acompañado todos los esfuerzos innovadores, sin desconocer los diferentes grados de desarrollo y puntos de partida entre países e instituciones. La pandemia puede dar un fuerte impulso a la administración digital, pero con dos condiciones. La primera es entender que la clave para avanzar no es la mera inversión en tecnología, sino la reforma de las estructuras, los procesos y las culturas existentes. La fallida experiencia de la aplicación “radar covid” en España es elocuente en este sentido. La segunda, directamente conectada con la anterior, es asumir que la variable de ajuste de las innovaciones no debe ser en ningún caso la sobrecarga de los ciudadanos. Entre nosotros, contrasta la facilidad con que pueden hacerse, por ejemplo, delicadas gestiones bancarias desde el teléfono móvil, con lo farragoso de los procedimientos digitalizados para seguir o impulsar trámites de rutina con las administraciones.
La pandemia puede dar un fuerte impulso a la administración digital, pero con condiciones
Lo anterior se agrava por el fenómeno, ampliamente destacado en los estudios comparados, de la brecha digital, especialmente patente, durante la pandemia, en la escolarización de los niños de familias con menos recursos y sin acceso, o con acceso muy limitado, a internet. De hecho, como subraya la OCDE, la administración digital podría agravar la desigualdad si no se corrige con políticas públicas que corrijan este sesgo social indeseable.
El trabajo a distancia ha sido un rasgo común impuesto por la Covid-19 en todo el mundo. Un estudio de la Comisión Europea estima que un 40 por ciento de los trabajadores actuales en la UE empezó a teletrabajar a pleno tiempo como consecuencia de la pandemia. En el sector público el teletrabajo se generalizó desde el primer momento en toda Europa.
Hay coincidencia en que este impulso al teletrabajo no es coyuntural. Las características de las tareas van a permitir que trabajar en remoto sea habitual para muchos empleados públicos, aunque, como revela una investigación de la Aalto University, hay también en el sector público factores sociales y organizativos que lo dificultan. Institucionalizar el teletrabajo en la Administración obliga a adaptar las regulaciones laborales y a invertir en recursos y formación. Un cambio significativo en la gestión de las relaciones humanas en el trabajo es también inherente a este proceso.
La pandemia obligó a implantar el teletrabajo haciendo de la necesidad virtud, sin tiempo ni ocasión para esas adaptaciones, lo que ha redundado en el deterioro de algunos servicios públicos, poco preparados para el cambio. En España, ese deterioro se hizo patente en la educación, y también en muchos servicios administrativos (prestaciones por desempleo, subvenciones, jubilaciones, permisos y trámites de extranjería…) que quedaron colapsados, y cuyos retrasos y obstáculos llegaron a propiciar la aparición de un mercado de intermediación en la sombra.
El teletrabajo afronta, además, una paradoja, y es que, en general, se adapta mejor a las tareas programables y estandarizables que a las experimentales y creativas. Uno de los grandes expertos en la materia, Nicholas Bloom, de Stanford University, lo decía así en una entrevista: “el teletrabajo no es tan bueno para la innovación porque es demasiado bueno para la productividad”. La paradoja es trascendente para la gestión pública, porque el trabajo a distancia podría tender a reforzar aquellos entornos y modos de hacer burocráticos que más dificultan la innovación. El propio profesor Bloom recomienda definir caso por caso el cóctel de presencia y teletrabajo recomendable.
Nunca como en la pandemia la gestión pública había sido, en tan alto porcentaje, gestión comunicativa. Era obligado para satisfacer las necesidades informativas de una ciudadanía preocupada. Había que inducir, además, en esa misma ciudadanía comportamientos adecuados para reducir el impacto del virus. Es también en este terreno donde se han desarrollado las batallas contra la “infodemia” (el conjunto de desinformaciones, noticias falsas e intoxicaciones maliciosas) que ha acompañado a la Covid-19. Y podríamos añadir que ha sido sobre todo a través de la comunicación como los gobiernos han gestionado, mejor o peor, su necesidad de legitimarse en momentos difíciles.
La comunicación está llamada a convertirse en un instrumento crucial para gestionar una parte nuclear de la agenda pública
Todas estas presiones van a mantenerse en el futuro. Como se dijo antes, las necesidades de transparencia e información veraz van a formar parte de una demanda social creciente. Por otra parte, la comunicación está llamada a convertirse en un instrumento crucial para gestionar una parte nuclear de la agenda pública, aquella que forman los problemas de mayor complejidad cuando se desarrollan en entornos volátiles e inciertos.
Como ha demostrado la pandemia, para afrontar esa clase de problemas la gestión pública no puede centrarse solo, ni principalmente, en hacer cosas, sino en conseguir que los ciudadanos las hagan. El valor público aparece en estos casos cuando se logra que la sociedad haga suyos ciertos marcos de referencia y estos se trasladen a las conductas de las personas. El uso de los hallazgos de la economía del comportamiento, en la línea de las intervenciones, durante Covid-19, del Behavioural Insights Team del Reino Unido, está llamado a refinar y desarrollar en esta dirección los mecanismos comunicativos.
Como veíamos, Covid-19 ha exigido a los gobiernos hacer un uso intensivo de la actividad regulatoria. A menudo, han tenido que hacerlo en contextos apremiantes que han llevado al límite la crisis de los modos tradicionales de regular. Si la capacidad predictiva de las normas venía siendo ya cuestionable en contextos complejos e inciertos, la pandemia la ha puesto en jaque con estrépito. Además, la necesidad de vincular regulación y experimentación, de la que los sandboxes regulatorios eran el mejor ejemplo, se ha hecho presente, de un modo sin precedentes, en el contexto exploratorio en que se ha desenvuelto la gestión pública en todo el mundo.
Por otra parte, las características de la pandemia han chocado, como indica un estudio de septiembre 2020 de la OCDE, con algunas reglas establecidas para garantizar la calidad de las regulaciones, haciendo saltar por los aires los procedimientos de evaluación ex ante del impacto regulatorio (RIA, en su acrónimo inglés). Una parte de las flexibilidades introducidas tenderán a permanecer, y ello obligará a desarrollar formas de evaluación ex post que permitan el indispensable escrutinio de la eficacia y eficiencia de las medidas.
Si la capacidad predictiva de las normas venía siendo ya cuestionable en contextos complejos e inciertos, la pandemia la ha puesto en jaque con estrépito
Sin embargo, hay otros modos de hacer que -justificados solo por la emergencia sanitaria y mientras esta se mantenga- deberán ser revisados tan pronto como sea posible, para restablecer en su plenitud el estado de derecho. La evaluación comparada coincide en la preocupación por el impacto de las regulaciones Covid-19 sobre la privacidad de las personas, y por el abanico de derechos individuales afectados por legislaciones de emergencia que han revelado a veces serias deficiencias. Del mismo modo, allí donde el control parlamentario se ha visto debilitado, no hay duda de que deberá ser repuesto cuanto antes en su integridad. En España, las vicisitudes del estado de alarma y el uso masivo de la legislación por decreto nos alertan seriamente en este sentido.
Señala la OCDE que la gobernanza de datos, el uso compartido público-privado de los mismos y la difusión de los datos en plataformas de gobierno abierto han alcanzado un perfil alto durante la pandemia en muchos países. Los datos son un activo estratégico de la gestión pública. La disponibilidad, manejo eficaz, buen gobierno, y accesibilidad social de los datos serán elementos diferenciales de la buena gestión pública del futuro. En España, ha habido aprendizajes y desarrollos en este sentido, pero los déficits en todas esas áreas se han hecho notar en muchos momentos. Resolverlos, escriben Miguel Almunia y Pedro Rey, obliga a afrontar dos retos: mejorar la capacidad de recolectar y procesar datos, y expandir la capacidad de analizarlos. Y como intenté argumentar no hace mucho en otro artículo, para ello es indispensable mejorar la capacidad para atraer, gestionar y retener talento en el sector público.
La disponibilidad, manejo eficaz, buen gobierno, y accesibilidad social de los datos serán elementos diferenciales de la buena gestión pública del futuro
Algo parecido cabe decir de la evaluación. En el contexto de la emergencia, se ha hablado de un trade-off entre la urgencia de intervenir y el tiempo necesario para evaluar con rigor. Se trata, me parece, de un dilema más aparente que real. La gestión pública debe ser capaz de actuar a dos velocidades: resolviendo lo urgente, pero destinando, en paralelo, inteligencia y recursos a evaluar de forma independiente y profesional los resultados y el impacto de las decisiones. Y lo recomendable es utilizar también para ello las capacidades de análisis existentes fuera de los gobiernos. Así lo reclamaban en agosto de 2020 en The Lancet una veintena de epidemiólogos españoles eminentes, a los que se sumaron 50 sociedades científicas. Tras las excusas del Gobierno para no activar la evaluación propuesta, late, más que una supuesta e invocada inoportunidad, una visión estrecha, endogámica y temerosa de la evaluación.
Sin evaluación no hay aprendizaje ni rendición de cuentas. Y si algo proclama la experiencia de Covid-19 es que la eficacia de las políticas públicas obliga a manejar evidencias y aprender de ellas, y que su legitimidad obliga a su vez a asumir responsabilidades ante los ciudadanos de forma ejemplar y transparente. A mi juicio estas son importantes lecciones que la pandemia nos lega para la gestión pública.
Covid-19 ha puesto a prueba los liderazgos públicos. Como escriben Ansell, Sorensen y Torfing en el trabajo antes citado, ha puesto las cosas difíciles a aquellos liderazgos acostumbrados a sistemas racionales de decisión basados en análisis profundos y estudios prolongados. Ha sido este un tiempo para líderes confiados en su instinto, capaces de consultar datos en tiempo real, buscar asesoramiento experto, aceptar la disonancia cognitiva, tejer alianzas, aprender de la experiencia, adaptarse a las circunstancias… El manejo de la turbulencia seguirá exigiendo en los sistemas públicos la presencia de esta clase de liderazgos.
Dos tipos de atributos –ambos reconocibles en los líderes que han sabido gestionar la pandemia con éxito– tienen, en este sentido, una clara proyección hacia el futuro. Por una parte, las capacidades para construir entornos cooperativos, apoyándose en los empleados y stakeholders, y para liderar colaboraciones horizontales entre grupos profesionales, organizaciones y sectores, con énfasis, por su trascendencia y dificultad, en las de naturaleza público-privada. Por otra parte, las habilidades comunicativas que, como vimos, han tenido y tendrán una importancia primordial para los directivos en la gestión pública que viene.
Digamos, para concluir, que de todos estos aprendizajes se derivan, en la mayor parte de los casos, retos por afrontar y reformas –algunas de dimensión relevante– por emprender. En el caso de España, las experiencias de los últimos meses dotan de plena vigencia a la declaración que suscribíamos en junio un grupo de académicos y expertos, reclamando esas reformas como requisito imprescindible para que nuestro sector público sea capaz de liderar la recuperación.
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