La crisis de la covid 19 ha supuesto una exigente prueba de estrés para las administraciones públicas. A día de hoy, la sensación de buena parte de la sociedad es de fracaso ante este examen: los expedientes de regulación temporal de empleo están atascados y un buen número de trabajadores están sufriendo demoras en los pagos, colas de ciudadanos desesperados ante un buen número de oficinas públicas, insolvencia para gestionar los fondos europeos, incapacidad para confeccionar equipos de rastreadores a tiempo para controlar los rebrotes víricos, etcétera. Ante esta situación, la primera hipótesis que maneja la opinión pública es que las administraciones son muy precarias a nivel tecnológico y poseen empleados públicos escasamente preparados para gestionar una Administración digital. Pero esta percepción no se corresponde con la realidad, ya que la Administración pública de España está bien dotada y preparada a nivel tecnológico: en los indicadores internacionales del año en curso España ocupa la posición decimoséptima a nivel mundial y décima de la Unión Europa. Los informes internacionales sitúan el avance y madurez de la Administración digital del país por delante de países como Alemania, Francia e Italia. Una muestra de este elevado nivel tecnológico es que nuestras administraciones transitaron de manera fluida, de un día para otro, de la gestión presencial a la gestión digital.
¿Entonces qué ha fallado? El primer indicio concreto y operativo de una Administración digital, pero secuestrada es que hemos sido capaces de implantar la Administración electrónica a nivel interno, pero con grandes carencias de interacción fluida con la ciudadanía. Hacer trámites digitales y a distancia con la Administración es excesivamente complejo: necesidad de un documento electrónico que exige trámites previos, incompatibilidad con los navegadores, plataformas que fallan en muchas ocasiones, etcétera. El resultado es un sistema poco amable que invita a los ciudadanos a insistir en la interacción presencial. Nada que ver con los sistemas sencillos de reconocimiento facial o mediante un pin para acceder, por ejemplo, a los trámites bancarios.
Pero el gran secuestro de nuestra Administración digital se deriva de la falta de modernización de las estructuras administrativas y de su modelo de gestión de recursos humanos. Las administraciones públicas del país son relativamente modernas a nivel tecnológico, pero absolutamente anticuadas en sus modelos de gestión. Una de las grandes asignaturas pendientes del actual periodo democrático es la ausencia de una auténtica reforma de la Administración pública. Las tecnologías emergentes aportan mejoras evidentes en la gestión, pero son solo un instrumento que si no va acompañado de otras medidas más estructurales es incapaz por sí mismo de renovar y ampliar el rendimiento institucional y el valor social de las instituciones públicas.
El modelo organizativo público es arcaico y disfuncional y vive de espaldas a las necesidades sociales contemporáneas. La mayoría de los empleados públicos están bien preparados y han realizado un ingente esfuerzo de reciclaje en digitalización, pero se enfrentan a murallas administrativas castrantes e infranqueables. Las administraciones públicas están artificialmente fragmentadas en unidades administrativas que operan con lógicas feudales sin apenas capacidad de compartir y cooperar entre ellas, siguiendo dinámicas autistas que no son las más adecuadas para enfrentarse a crisis transversales e integrales como la de la covid-19. Persiste una burocracia excesivamente compleja que ni los más experimentados burócratas son capaces de domeñar. Se gestionan los servicios y las políticas públicas sin directivos profesionales con las competencias necesarias. Los funcionarios que ejercen funciones directivas no poseen objetivos claros, ni autonomía de gestión, ni son evaluados, y no se sienten empoderados, ya que suelen ocupar puestos de libre designación totalmente controlados por una política partidista intrusiva que suele manifestarse de manera incómoda en arbitrariedad y en las más diversas filias y fobias de carácter político y personal.
Pero el más evidente secuestro de nuestra Administración digital, aparentemente moderna y competitiva, viene de la mano del arcaico y disfuncional sistema de gestión del empleo público. No hay nada que funcione bien en nuestro modelo de función pública: sistemas de selección que cuando son meritocráticos pivotan, en exclusiva, en las capacidades memorísticas de los candidatos a empleados públicos. Es imposible atraer al nuevo talento que se requiere con estos sistemas de acceso. Cada vez es más usual que los jóvenes universitarios bien preparados y dinámicos descarten de plano aspirar al empleo público. A nivel interno, el modelo de función pública es totalmente disfuncional: fragmentación artificial en grupos y cuerpos que no atiende a la nueva organización del trabajo, falta de incentivos ante la ausencia de una auténtica carrera administrativa, carencia de una evaluación del desempeño o de un régimen disciplinario digno de su nombre. Esta ausencia de un modelo ordenado y moderno es el caldo de cultivo idóneo para que las fuerzas reaccionarias dominen a su antojo a la Administración: políticos que manosean de manera caprichosa los puestos directivos, sindicatos con escasa sensibilidad de valor público que luchan por privilegios y por fruslerías, lógicas corporativas centrífugas que campan a sus anchas y, en los casos de desacuerdo, una judicatura conservadora y corporativa que vigila con mano de hierro que no pueda prosperar ninguna iniciativa regeneradora.
Por otra parte, persiste la intuición social de que hay un exceso de empleados públicos. En España hay 3,3 millones. Pero los datos comparados a nivel internacional desmienten esta sensación. El problema no es de exceso de personal, sino de la rigidez con la que éste opera. Es totalmente inconcebible que entre todas las administraciones públicas del país no hayan sido capaces de lograr aflorar en seis meses tres decenas de miles de rastreadores para controlar los rebrotes. Movilizar un escaso 1% de empleados públicos no debería ser una tarea imposible y es una viva muestra de las pésimas condiciones de estructura y de gestión de personal antes relatadas.
Por tanto, la crisis de la covid-19 y los enormes retos que tendrán que enfrentar las administraciones públicas durante la próxima década se encuentran con la paradoja de una Administración pública bastante bien dotada a nivel tecnológico, pero anoréxica en función de un moderno sistema de gestión pública. La presente década va a ser crucial para nuestras administraciones públicas, y si no superamos esta prueba con éxito experimentaremos la decadencia absoluta de las mismas justo cuando son más necesarias ante un contexto tecnológico y económico que generará nuevas y más intensas vulnerabilidades sociales.
Hace unas semanas el Gobierno de la nación anunció una reforma de la Administración pública. Sin duda estamos ante el momento más adecuado para que logremos gestionar en buenas condiciones la poscrisis sanitaria, el desarrollo de los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU, el relevo intergeneracional de una Administración muy envejecida (se van a jubilar un millón de empleados públicos en los próximos 10 años) y para introducir de forma proactiva la inteligencia artificial y la robótica en el sector público. Esperemos que esta vez el anuncio de reforma vaya en serio y no sea, como en otras ocasiones, una impostura que se limite a tunear a la Administración sin transformar los engranajes internos más críticos que impiden una Administración dinámica, flexible, con capacidad de gestión del conocimiento y de lograr emerger la enorme inteligencia colectiva que atesoran los empleados públicos.
Carles Ramió es catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universitat Pompeu Fabra.