Un debate interesante y profundo se acerca velozmente: ¿tenemos Estados con medios suficientes para hacer frente a estas pandemias? ¿Debemos ampliar los recursos públicos para generar mayor salud y seguridad de la población, o por el contrario, los recursos individuales tienen que ser la garantía de solvencia para hacer frente a pandemias y catástrofes?
A juzgar por los vaivenes y dificultades en las actuaciones de los Estados para hacer frente a la pandemia, puede afirmarse que los medios no han sido suficientes para contener los efectos del covid-19 y que solo tras ingentes esfuerzos y la colaboración de los agentes públicos y privados, algunos Estados han logrado paliar, a costa de semanas de angustia e incertidumbre en Europa y ahora con mayor virulencia, y menores medios, en América Latina.
Todos los países han demostrado que sus hospitales no eran suficientes, su personal sanitario tenía importantes carencias, incluso retributivas o de estabilidad en el empleo, y han tenido que recurrir a soluciones de urgencia, no previstas. Resulta de sentido común señalar que nadie podría estar preparado para una situación como la generada por la pandemia, pero la resistencia al virus puede ser mejor paliada con estructuras sanitarias sólidas y eficientes servicios de salud pública, que con carencias importantes en los medios materiales y humanos dedicados a la salud pública y a la asistencia sanitaria.
Cuando pase la pandemia , de velocidad y profundidad distinta según observamos, se plantearán soluciones para hacer frente a los gastos extraordinarios generados. Como siempre, las soluciones pueden ser diferentes: oscilan entre el fortalecimiento de los medios y la generación de ajustes presupuestarios para no incrementar el déficit público. Sobre la contención indiscriminada del gasto público, podemos generar situaciones de mayor debilidad: “Los ajustes sin reformas empeoran la situación, en tanto que los ajustes con reformas meramente aparentes o nominales distraen del problema y no lo resuelven “(Longo, Del Pino y otros, 2020).
La conclusión más acertada es evaluar la situación y fortalecer aquellos recursos materiales (de salud pública, de instalaciones, de camas hospitalarias, de tecnología) y humanos (de personal sanitario, de salud pública y de servicios esenciales) necesarios para el mejor funcionamiento de las instituciones. Si simplemente volvemos a la vida anterior y olvidamos nuestras carencias, en las posteriores catástrofes o pandemias, las escenas cuasi medievales que hemos podido observar serán aún más comunes y dañinas.
Los Estados han de caminar hacia la procura de la felicidad de los ciudadanos, como señalaba la Constitución de Cádiz de 1812, de tan profunda influencia en las Constituciones americanas. Para ello, deben dotarse de los medios necesarios, como la construcción de infraestructuras sanitarias sólidas y amplios recursos humanos que aseguren la asistencia sanitaria a la población. Cuanto mayor es la solidez de la capacidad logística sanitaria, las posibilidades de hacer frente a la pandemia se acrecientan. Una lectura superficial de los medios de comunicación revela que, a pesar de la intensidad de la actual pandemia, unos países han podido defenderse mejor que otros.
Asistiremos ahora de nuevo al conocido debate de la reducción del gasto público para hacer frente a los cuantiosos gastos derivados de la pandemia. Como siempre las posiciones enfrentadas señalarán la necesidad de recortar, ajustar el gasto, empezando por el capítulo de personal: contención de plantillas, reducción de salarios, aplazamiento de proyectos sociales. Otras posiciones son posibles, como nos enseñó la New Deal en Estados Unidos o las políticas del Estado del Bienestar en Europa.
Los Estados del siglo XXI tienen algunos capítulos de gasto imprescindibles y prioritarios que constituyen los de mayor cuantía: sanidad, educación, pensiones. En consecuencia, otras actividades que al Estado conciernen deben ser objeto de contratación externa o en terminología más actual, de colaboración público-privada o externalización de servicios. Ambas formas de llamar al hecho imprescindible de que el Estado debe acometer tareas exigidas por las leyes y los ciudadanos, deben quizás extenderse, puesto que el Estado debe dedicarse directamente más a las actividades antes reseñadas.
La inteligencia artificial, el teletrabajo y la innovación continua, que permite la digitalización de los expedientes administrativos es ya un hecho. Pero existen pocas experiencias de un control real de la actividad ejercida por el agente por parte del principal. Aquí es donde hay que actuar, exigiendo, por ejemplo, las contraseñas de la empresa que tiene el consejero delegado, para que toda la información fluya en tiempo real hacia quien en definitiva paga el servicio en nombre de los ciudadanos.
En la externalización de los servicios cada vez son más los requisitos, plazos, solvencia financiera, certificaciones de cumplimiento laboral, respeto de la legislación no discriminatoria, etc. En definitiva, más sofisticados los sistemas de contratación, pero nada de control posterior. Infinitos trámites formales para contratar y despreocupación absoluta por la prestación real del servicio.
Sin duda, el control ha de ser más estricto. La crítica más común y más exacta es describir que los departamentos y organismos se desentienden de la gestión concreta : a duras penas ejercen algún control y cuando este existe, es de carácter formal. Este panorama debería cambiar para mejorar el servicio a los ciudadanos porque en estas actividades la vigilancia y el control constituyen valor público.
Artículo disponible en el diario El Nacional.