La gran mayoría de los países del mundo llevan varias décadas debilitando de forma consciente e inconsciente sus instituciones públicas. Los mecanismos para ello comprenden un amplio espectro de estrategias. Destacamos aquí las que son más relevantes: primero, la descapitalización de las administraciones públicas mediante lógicas de neoclientelismo de carácter político y la inhibición política ante la necesidad de renovar sus arquitecturas organizativas y sus modelos de gestión de recursos humanos. El resultado es que cada vez hay menos alicientes para los expertos en distintas materias y para los buenos gestores prestar sus servicios en la Administración. El talento ya no tiene interés en trabajar en las instituciones públicas y en el caso marginal de aquellos que optan por acceder a ellas, gracias a sus elevados valores públicos, quedan arrinconados y anestesiados por una deficiente cultura política excesivamente intrusiva y por unas lógicas administrativas caóticas y caducas que adormecen al más entusiasta.
Segundo, la falta de un buen liderazgo político de las instituciones públicas que fomentan un mal o pésimo gobierno frente a la necesidad de un buen gobierno. Hay una descomunal falta de incentivos para que las personas bien formadas y con una elevada ética comunitaria accedan a la política. Hace unas décadas el límite a la calidad de los líderes políticos de las instituciones residía en los sistemas autocráticos de los partidos políticos, que priorizaba el servilismo en detrimento de la excelencia, en sus procesos de selección de élites institucionales. A pesar de todo, algunos perfiles de personas sólidas profesionalmente y con valores públicos lograban saltar esta barrera. Ahora es sencillamente imposible. Una parte de los medios de comunicación y, en especial, las redes sociales presionan de tal modo a la política con una lógica demagógica que espantan a los potenciales buenos candidatos a líderes políticos institucionales. Un buen profesional posee como gran patrimonio su prestigio social y sabe que si accede a un cargo político este prestigio se va a ir a pique con independencia que acredite una gran gestión política. Solo los que no poseen credenciales profesionales y sociales se atreven a dar el salto, ya que son los únicos que arriesgan poco.
Tercero, la política y los partidos políticos tradicionales, encorsetados por los elementos de los dos puntos anteriores, han sido incapaces de dar respuesta a los retos sociales y económicos más acuciantes. Los ciudadanos cansados de este desierto en propuestas innovadoras y en la buena gestión política, se han lanzado a los brazos de nuevos partidos y líderes de naturaleza populista. Si la política tradicional, preñada de mediocridad, iba minando las capacidades institucionales de las administraciones públicas, la política populista es totalmente tóxica a nivel institucional y las vehicula hacia su colapso.
Cuarto, los procesos de privatización de los denominados servicios universales de interés general (energía, telecomunicaciones, transportes, pensiones en muchos países, gestión del agua potable, etcétera) han sido un fracaso en buena parte de los casos. La contrapartida pública a este proceso debería haber sido una solvente regulación pública de estos servicios, ingrediente que solo se ha alcanzado a nivel formal pero no a nivel material. Quinto, el mercado cada vez está más presente en la gestión del bien común y del interés general. Ha ganado protagonismo por el espacio que han dejado las instituciones públicas cada vez más desvencijadas y han ganado impulso por las revoluciones tecnológicas que han liderado (2.0 y, a partir de ahora, 4.0 de la mano de la inteligencia artificial y la robótica). Pero el mercado, obvio, es el mercado y por más regulación que se autoexija y por más valores comunitaristas que introduzca (mercado amable) es conceptualmente incapaz de salvaguardar el bien común y el interés general. Sexto, la grave crisis económica de 2008 ha acentuado este proceso de debilidad de las instituciones públicas, de un liderazgo político tradicional impotente, de abrir las puertas al populismo y de incrementar la presencia del mercado en los asuntos netamente públicos.
El resultado de todos estos vectores ha generado una gran erosión del Estado como actor que es capaz de proveer bienestar a la ciudadanía, y su resultado más llamativo es el resurgimiento de una desigualdad social nunca vista, desde hace muchas décadas, en los países más desarrollados.
Con todos estos precarios mimbres se ha tenido que afrontar la crisis de la covid-19. No tiene que sorprender el gran fracaso mundial, salvo contadas excepciones, de los Gobiernos y de las instituciones públicas para afrontar con un mínimo de eficacia esta crisis sanitaria, económica, laboral y social. La sociedad, aletargada por la novedad de una situación distópica sobrevenida, va a despertar con una enorme rabia que puede poner en jaque tanto al Estado como a la propia democracia. Las sociedades más avanzadas no van a descartar escenarios hasta hace poco impensables: desde aceptar un Estado más autoritario para que garantice una mayor eficacia (un modelo chino suavizado), pero sin una Administración pública tan potente como la china con 2.500 años de experiencia. Otro escenario podría ser ceder, todavía más, la agenda pública a las grandes empresas que atesoran credenciales de eficacia y eficiencia en la gestión e innovación.
Dos escenarios totalmente indeseables. La única salida posible a esta encrucijada es la que proponen Acemoglu y Robinson en su último libro, El pasillo estrecho: la recuperación de la fuerza del Estado (no más Estado, sino mejor Estado, con administraciones más fluidas que atraigan el talento y recuperen algunas pocas competencias estratégicas ahora en manos privadas) y mayor calidad del liderazgo político de las instituciones, que es el reto más complejo. Y, por último, ante este empoderamiento del Estado, mayor transparencia y capacidad de control social y democrático de las instituciones. Hay que reinventar el Estado, y solo excepcionalmente ampliarlo, para que sea mejor Estado.
Llegamos al ejemplo de las universidades. En España las mejores universidades públicas avanzan atenazadas por el peso de una maraña de cadenas sujetas entre sí y por alguna sinrazón. Siendo organizaciones autónomas de la sociedad civil, reciben de los Gobiernos y, en ocasiones, de la filosofía espontánea de los ciudadanos, el trato despótico con el cual este país sigue deleitándose en el ámbito de las costumbres y la educación políticas. Las universidades no deciden sobre nada importante. O, si deciden algo, lo hacen tras un esfuerzo titánico para conseguir librarse del enredo forjado por sus pretendientes aficionados. Sueldos fijos absurdos para tratar de contratar a la excelencia académica, precios de matrícula arbitrarios y asociales, métodos de selección de estudiantes que determinan una estructura ridícula de titulaciones en paralelo, ausencia por decreto del concepto de transversalidad, sistemas de gobierno basados en la fiscalización del detalle y en la ignorancia de objetivos y resultados, financiación pública reducida y a bulto. Una universidad española es una organización increíblemente sólida en lo intrascendente y extraordinariamente frágil en lo fundamental. Vive presa en la vieja telaraña, ya abandonada por su venenosa autora, de la desconfianza y de la inconsciencia. ¿Quién empuñará la escoba para retirarla?
Jaume Casals es rector de la Universitat Pompeu Fabra y catedrático de Filosofía. Carles Ramió es catedrático de Ciencia Política y la Administración en la Universistat Pompeu Fabra.