La cumbre celebrada en Granada, la tercera después de Budapest y Moldavia, configura una especie de círculo concéntrico a la Unión Europea, en el que sea posible articular políticas comunes a Europa y a sus países vecinos no miembros, para afrontar retos comunes. Esta idea, surgida de la capacidad propositiva del presidente francés en 4044, ha cobrado fuerza en el marco de otra reflexión, surgida también con gran intensidad, sobre la ampliación de la Unión a nueve países más, entre los que se incluyen los de los Balcanes occidentales, Ucrania, Moldavia y Georgia.
Curiosamente, fue el Brexit lo que impulsó la creación de una alianza supranacional europea para compensar las enormes ausencias que nos creó la marcha de Reino Unido. En el fondo, se buscaban sinergias a una vecindad que nos demanda inexorablemente acuerdos en múltiples planos de nuestra realidad: en el ámbito comercial, en el de las grandes infraestructuras tecnológicas, aéreas y espaciales, en las políticas climáticas, entre otras. Estamos obligados a cooperar y a consensuar políticas públicas en defensa de intereses comunes.
A eso se añaden riesgos estratégicos cada vez más importantes en materia de suministros energéticos, materiales esenciales, cadenas logísticas, incluso combate de catástrofes climáticas o geológicas. Por último, la defensa: Reino Unido es la segunda potencia naval y la tercera potencia militar del mundo y sus contribuciones a la seguridad europea no son solo historia, sino también presente. Que se lo pregunten a los ucranianos.
Todo ello ha impulsado la creación de esta comunidad política que integra junto a la UE a Reino Unido, Noruega, Suiza y todos los países de la vecindad europea hasta un número cercano al medio centenar. La denominada Comunidad Política Europea tiene también otra misión no explícita, pero de máximo interés. Se trata de una especie de ‘sala de espera’ para los países que están en fase de adhesión a la Unión, pero no cumplen las condiciones democráticas y económicas para poder conseguirlo. De pronto, la ampliación de la UE hasta 58 miembros se ha abierto con un horizonte plausible (2030-2035).
¿Por qué? Porque la pandemia y la guerra de Rusia han cambiado drásticamente nuestra ubicación geoestratégica. Europa, que ha sido capaz de reaccionar ante estas dos catástrofes con un grado de unidad y de integración inusitadas (vacunas, fondos Next Generation, el instrumento de apoyo al empleo SURE, sanciones a Rusia, solidaridad con Ucrania), ha descubierto sus dependencias e inseguridades en múltiples planos: energía, defensa, relocalizaciones industriales, minerales básicos… lo que se ha dado en llamar la seguridad económica de amplio espectro. A su vez, el riesgo de ser abducido por el duopolio EE UU-China en los planos tecnológicos, militares, comerciales y económicos nos puede privar de un rol en el tablero internacional imprescindible para defender nuestros valores e intereses. Europa necesita hacerse grande, hacerse más fuerte, aumentar su mercado interior, asegurar la estabilidad de su vecindad y convertirse en un tercer polo en el mundo geopolítico que viene. Y eso nos obliga a incorporar a nuestros vecinos, a los que quieren ser europeos, aunque ello haga más compleja y más difícil nuestra gobernanza. Es verdad que se trata de una ampliación difícil, pero si no lo hacemos nosotros, otros ocuparán ese espacio: Rusia en Serbia y China en todos ellos.
En los últimos veinte años, Europa ha digerido la ampliación del Este. Se han dicho y se dicen muchas tonterías sobre la incorporación de estos países, aludiendo a las dificultades que sufrimos para gestionar una unión intergubernamental de 47 Estados. Fue difícil, sí, y lo sigue siendo con las tentaciones iliberales de Hungría y Polonia. Pero ¿alguien cree posible una Europa sin Praga o sin Varsovia o sin los países bálticos?
La gran ecuación es la ampliación y la integración; es decir, avanzar en dos direcciones que objetivamente se contraponen, porque ocultar que la gobernanza de una Unión a 58 es más difícil que a 47 es cerrar los ojos para negar la luz. La Unión de hoy necesita ya reformas para mejorar su funcionamiento. Sustituir la unanimidad por mayorías reforzadas, facilitar la gobernanza económica completando la unión bancaria y la de capitales o avanzar en la unidad monetaria incorporando al euro a los seis países que lo tienen comprometido, excepto Dinamarca, son algunos ejemplos de pasos necesarios que tendremos que abordar antes de la ampliación. Es más, la ampliación demandará otros no menos importantes: reducir las carteras de la Comisión, aumentar los poderes del Parlamento sin incrementar su composición, flexibilizar algunas condiciones de entrada, establecer mecanismos de control democrático más fuertes, entre otros.
Enormes retos, es verdad, pero quedarnos quietos es condenarnos a la irrelevancia y a las dependencias de otros, y eso en el siglo XXI es condenarnos a dejar a nuestros hijos un parque temático en vez de un país para vivir.