Resiliencia y gestión pública



Desde la sobrevenida crisis de la Covid-19 se ha puesto de moda en la jerga administrativa un término bastante odioso: la resiliencia. La necesidad que las administraciones públicas posean, a partir de ahora, elevadas capacidades de resiliencia. La idea es sencilla y no especialmente novedosa. A partir de ahora el entorno de las administraciones públicas va a ser turbulento con la potencial aparición de crisis y sucesos sobrevenidos, sorpresivos y extraordinarios a los que la Administración pública deberá dar una rápida respuesta. En efecto, a partir de ahora la excepción puede transformarse en la regla y desde las instancias públicas es probable que tengamos que atender a acontecimientos excepcionales derivados de crisis de salud pública, problemas vinculados al cambio climático, crisis medioambientales, nuevas situaciones socioeconómicas derivadas de las pendulares crisis económicas que ahora son más agudas y con más externalidades negativas que las crisis acontecidas durante las décadas anteriores, etc.

Por tanto, va a ser necesario disponer de unos modelos de gestión pública más flexibles y contingentes que tengan capacidad para transformarse y poder atender estos escenarios tan cambiantes y sorprendentes. Aquí es donde entra en juego la resiliencia y es necesario reflexionar con profundidad sobre lo que implica exactamente poseer o no esta capacidad. Las respuestas públicas a la crisis de la Covid-19 nos pueden dar pistas sobre los tipos de resiliencia y aprender de los aciertos y, especialmente, de los errores acontecidos durante esta crisis.

Desde mi punto de vista hay varios tipos de resiliencia: a) la resiliencia clásica (que suele ser pasiva); b) la resiliencia activa (que es la que será necesaria a partir de ahora); c) la no resiliencia y, el peor de los supuestos: d) la resiliencia reaccionaria.

La resiliencia clásica consiste en que la Administración posee un modelo de gestión con un conjunto de arreglos institucionales y organizativos que no es capaz de absorber una crisis sobrevenida. Ante esta situación la Administración debe introducir cambios rápidos en su modelo de gestión para atender la nueva excepcionalidad y una vez logrado superar el problema regresar al modelo inicial de gestión. Es decir, la cacareada resiliencia consiste en tener capacidad para cambiar el modelo, pero con el objetivo de regresar lo más rápido posible al modelo de gestión inicial y de carácter estructural. Un buen ejemplo de este escenario es lo que se hizo durante la crisis de la Covid-19 con los mecanismos de contratación pública. La contratación es cada vez más garantista y posee la externalidad negativa, entre otras, que es lentísima. En su momento se requerían con urgencia vital respiradores, mascarillas, etc. y se decidió dejar en suspenso las reglas del juego vigentes de la contratación pública. Una vez superada la situación extraordinaria se volvió a aplicar el régimen de contratación pública exactamente igual que antes.

La resiliencia activa se considera que es la que va a ser necesaria que adopten las administraciones públicas a partir de ahora ya que no es suficiente ser solo resilientes a secas. La resiliencia activa consiste en ser capaces de adaptarnos a una crisis extraordinaria e imprevista pero luego no regresar al modelo anterior sino aprender de esta experiencia e incorporar los aspectos positivos de la misma y limitar las externalidades negativas y así configurar un nuevo modelo de gestión. La resiliencia activa apela a un proceso continuo de transformación y mejora de los modelos de gestión. Siguiendo el ejemplo anterior sobre contratación la sugerencia sería que habría que valorar las buenas prácticas y ventajas de la contratación excepcional durante la fase dura de la Covid-19 y aprender de los errores. Este proceso de aprendizaje debería facilitar alumbrar un nuevo modelo de contratación después de la experiencia. Por tanto, un sistema de contratación en continuo proceso de cambio y de mejora.

Pero también puede acontecer el escenario en que la Administración pública es incapaz de ser resiliente. Un buen ejemplo de ello durante la crisis de la Covid-19 fue el modelo de gestión de recursos humanos. En esta dimensión no se hizo ningún cambio como en el caso de la contratación pública y siguieron las reglas de juego de siempre y no se optó por dejarlas transitoriamente en suspenso. Por ejemplo, no fue posible redimensionamientos de plantilla exprés con transferencias de personal de los servicios públicos en estado de hibernación durante la pandemia (cultura, deportes, etc.) para reforzar los ámbitos de gestión más tensionados (servicios sociales, gestión de expedientes de empleo, etc.). Ahora mismo sería el caso de la tramitación de los expedientes de jubilación que reclaman más efectivos de personal. Por tanto, en materia de gestión de personal se ha manifestado que no tenemos capacidad de resiliencia y habrá que trabajar para que ello sea posible ya que sino se va a convertir en el cuello de botella de la Administración pública para poder atender con ciertas garantías las próximas crisis.

Finalmente, existe un escenario perverso que es la resiliencia reaccionaria que es la peor de todas y que suele pasar desapercibida. Con la crisis de la Covid-19 nos emocionamos con las potencialidades de la Administración digital y con las amplias posibilidades que ofrecía el teletrabajo. Se solía comentar con orgullo que en ambas materias gracias a esta crisis habíamos avanzado muchos años y habíamos podido superar una dinámica de carácter incremental extraordinariamente lenta y desesperante de la mano de múltiples pruebas piloto que no llegaban a ningún puerto (como es el caso del teletrabajo). Aparentemente con la Administración digital y con el teletrabajo hemos logrado la resiliencia activa. Pero considero que no es cierto sino todo lo contrario ya que ha sido un ejercicio de resiliencia reaccionaria que, en diversos aspectos, el nuevo modelo de gestión es peor que el que teníamos antes de la crisis. Si analizamos la atención pública hacia la ciudadanía creo que no hay ninguna duda que ahora es peor que la que practicábamos antes de la crisis sanitaria. Por tanto, se trata de una dinámica de cambio no orientada a la mejora sino todo lo contrario. Es obvio que hay que apostar por profundizar más en la Administración digital y por introducir el teletrabajo en la gestión pública pero lo que no es admisible es implementarlo en detrimento de la calidad de la atención ciudadana. Por tanto, no hay que confundir la resiliencia activa con la resiliencia reaccionaria.

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