Pero la reflexión de Carlin también serviría para decir que, cuando los gobernantes se aferran al poder, ese amor propio se expresa como soberbia. Es decir, el “sentimiento de superioridad frente a los demás que provoca un trato distante o despreciativo hacia ellos” (Real Academia). Es la soberbia la que impide aceptar sus errores con la misma fiereza que protegen a sus más cercanos colaboradores. Sobre todo aquellos cuya cabeza piden sus opositores. No importa que tan incompetentes, corruptos o farsantes puedan ser. Nada que hiera más su orgullo que reconocer que se han equivocado en sus decisiones o que tienen que entregar la cabeza de uno de sus protegidos. Pero los acontecimientos son obstinados y se suceden uno tras otro hasta llevar contra las cuerdas a los poderosos. Pero al final entregan todo, con tal de permanecer. Pero siempre será tarde. La moraleja es demoledora: “en la política y en el poder, soberbia es la fuente de la autodestrucción”.
Quizá por esa razón, hace un año nadie habría imaginado que el gobierno Petro tuviera que enfrentar en tan malas condiciones el inicio del segundo año de legislatura del Congreso. La soberbia ha sido permanente compañera. Comenzando por el Presidente. No logra escapar de ese oscuro entorno de funcionarios que lo asisten (en el que se mueve una compleja red de personas, agendas e intereses que sólo la justicia podrá desentrañar), cuando tiene que asumir los errores recurrentes de sus ministros y altos consejeros, o llamar la atención de sus directores de institutos para que corrijan sus errores y cumplan con las tareas encomendadas. Todo porque también ellos han sido soberbios. Cuando se les señalan los errores, no tienen problema en negar la realidad y en atacar con fiereza a quien le cuestiona, como si se tratara de su peor enemigo.
En eso se le ha pasado el primer año al presidente y sus ministros. A la defensiva. Lo que normalmente sería la lucha por romper las inercias que impiden cumplir con lo prometido, por cuenta de su soberbia la han convertido en una guerra total por la supervivencia. Y allí han consumido todas sus energías. Por eso no han tenido tiempo para estructurar bien sus iniciativas de reforma, ni tampoco disposición para escuchar a los demás. Y cuando fracasan, no tienen problema en volcar las culpas sobre los demás.
Otra habría sido la historia si Petro asume que, de verdad, era “el presidente de todos los colombianos” y aprovecha la disposición (que también era por miedo) de los empresarios y los políticos a apoyar los cambios que los millones de colombianos habían pedido a gritos en las urnas.
Pero el día que ganó las elecciones cuando, al cierre de su discurso, dijo “me llamo Gustavo Francisco Petro Urrego, y soy su presidente”, no lo hizo para asumir el timón del cambio. Lo hizo para pasar la cuenta de cobro a sus enemigos. Por eso, en adelante, no le importó escoger con cuidado con quienes iba a hacer la tarea del cambio. Antes que buscar gente con formación y experiencia, se dio el lujo de poner al frente de sus reformas a aquellos políticos que estaban señalados como los peores, o a aquellos militantes cuyo activismo garantizaba fiereza. No en la tarea de reformar, sino en la que entendían como la misión de acabar con los “negocios de los enemigos”.
La furia de las pasiones hizo que el gobierno se convirtiera en el régimen de la soberbia. En lugar de gobernar, creen que están librando una guerra revolucionaria que, por lo menos en el primer año, les ha hecho perder una gran oportunidad. Que paradoja. No se dan cuenta que la soberbia también es síntoma de debilidad.
Arículo disponible en El Tiempo.