Los grupos armados ilegales ya están movilizando a las comunidades en los territorios.
No es comprensible la preocupación que despertó el discurso del presidente Petro con ocasión del Día del Trabajo. Tampoco que se haya entendido como una amenaza que se dijera: “El intento de coartar las reformas puede llevar a una revolución”. Más bien debería ser asumida como una notificación a la clase política sobre el riesgo que corre si sigue amarrada al clientelismo y la politiquería de siempre. Más aún, es la versión renovada del “cambiamos o nos cambian” con el que, hace 25 años en el discurso de posesión de Andrés Pastrana en la presidencia de Colombia, el entonces presidente del Congreso, el conservador Fabio Valencia, llamó la atención de la clase política sobre la necesidad de que hiciera reformas de verdadero fondo.
Resulta paradójico que dos políticos de orillas ideológicas tan opuestas coincidan en semejante notificación. Pero todavía más, que lo hagan con una diferencia de 25 años. La razón es simple. Desde finales de los 90, las cosas no han cambiado. Las reformas no atienden a las necesidades de los ciudadanos, sino a los intereses de los políticos y sus organizaciones partidistas.
Así, por ejemplo, cuando las reformas descentralistas transfieren más poder y más recursos de la Nación a los gobiernos locales, la política se renueva. El poder se desplaza de los parlamentarios a los gobiernos locales, que se convierten en el nuevo centro de poder electoral. Para ser congresista había que contar con el apoyo de un alcalde o gobernador. Sin embargo, gracias a las contrarreformas de los liberales César Gaviria y Ernesto Samper, la democracia local se debilita y el poder político vuelve a manos de senadores y representantes que reasumen el control e imponen los acuerdos políticos que amarran a los gobiernos.
A cambio de aprobación de los proyectos de ley, los gobiernos entregan el manejo de ministerios y entidades desde donde los congresistas ejercen el poder político y burocrático real. No importa quién llegue a la presidencia, son ellos los que controlan el aparato gubernamental. Mientras que las organizaciones armadas ilegales imponen su ley en las zonas rurales y en zonas importantes de las grandes ciudades, los ciudadanos y sus necesidades siguen cada vez más lejos de los políticos que los gobiernan.
Hoy, la situación no es distinta. Gobiernan unos políticos de izquierda que para llegar a la presidencia tuvieron que hacer acuerdos burocráticos con los tradicionales. A cambio de puestos, esperaban que les aprobaran las reformas que fueran puestas a su consideración. Pero su inexperiencia y lentitud en el trámite de los proyectos bloquearon los acuerdos y dinamitaron la coalición.
Sin el apoyo de los tradicionales, el Gobierno va a tener que negociar las reformas al menudeo. El voto de cada parlamentario cuenta. El problema está en que las reformas de las pensiones o la salud responden más al modelo ideológico que tienen sus ministros/activistas, pero no a las necesidades de la gente.
El trámite de las reformas no será fácil. Si no las aprueba el Congreso, al Presidente no le quedará otro remedio que movilizar las gentes a la calle. Pero aquí, lamentablemente, hay que darle una muy mala noticia a Petro: las organizaciones ilegales se le han adelantado. Los grupos armados ilegales ya están movilizando a las comunidades en los territorios. Tienen el dinero y las armas para hacerlo. A través de las guardias campesinas, las cimarronas y otras formas de organización social, han obligado a las autoridades a replegarse o abstenerse de atacar las economías ilegales. El modelo está demostrando su eficacia en cada vez más municipios del país.
El poder de los ilegales en los territorios no es solo en el control de los negocios, sino el de las comunidades. Controlan de verdad a la gente. Autorizan su entrada o salida de los municipios o, como en Jamundí o tantos otros, ya les otorgan autorizaciones de movilización urbana. Dentro de poco comenzarán a decidir quiénes son los médicos y los profesionales que pueden atender a los pobladores. Serán ellos los que hagan las verdaderas reformas en los territorios. Y allí no habrá nada que hacer. ¡Qué mala noticia!
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