Cuando en los próximos meses comience a adquirir efervescencia la campaña electoral, una parte del discurso político dirigirá sus cañones al tamaño y papel del Estado, señalando que la enorme presión tributaria y el crecimiento de la deuda resultaron insuficientes para financiar la expansión de la burocracia, los subsidios a las tarifas de servicios públicos y los planes sociales. Los libertarios sostendrán que la solución es eliminar o reducir todo lo posible el aparato estatal, poniendo como ejemplo a los Estados Unidos, país en el que consideran que la vigencia plena de una economía de mercado y un sector público poco intervencionista, han permitido convertirlo en potencia mundial.
Cuando se cotejan comparativamente ciertas estadísticas internacionales sobre la dimensión del Estado (relación con el PBI, tamaño de su dotación de empleados públicos), los Estados Unidos figuran, ciertamente, dentro del pelotón de países donde el sector estatal parecería tener una injerencia mínima en la economía. De modo que para un Javier Milei, gobiernos como el de Trump constituirían una opción deseable para nuestro país, por ser el Estado “el problema y no la solución”.
Sin embargo, esta visión instalada desde siempre en la opinión pública, es simplista y falsa. Otros datos dejan entrever un “lado oculto” del Estado federal, que modifica totalmente el sentido común dominante sobre su rol en la sociedad norteamericana. Desde una mirada formal y miope, el gobierno federal emplea, desde 1950, una dotación permanente de funcionarios que oscila en torno a los dos millones de personas. Pero si se considera lo que se da en llamar su “blended staff”, es decir, la mezcla de personal permanente más el que emplea indirectamente a través de subsidios y contratos, el número se eleva actualmente a unos 12 millones (seis veces más), sin contar el personal empleado por los gobiernos estaduales y municipales. Un estudio reciente estima que en los Estados Unidos, cerca de 24 millones de personas, o algo más del 15% de la fuerza de trabajo, están involucradas en servicios públicos y militares, incluyendo los niveles federal, estadual y local.
Lo que ha crecido, es “el lado oculto” de un Estado que en vez de incrementar su dotación permanente de funcionarios, y por lo tanto, el gasto en personal, ha preferido hacer crecer su presupuesto de bienes y servicios no personales, inversiones y transferencias. En parte, para enfrentar la crítica permanente de la opinión pública acerca de la expansión del big government, disimulando así su real tamaño. Y en parte, por la presión de los poderosos lobbies instalados en Washington, a los que el ex presidente Dwight Eisenhower veía como parte del que llamó, el “complejo militar-industrial”, y que hoy no sólo persiste, sino que se extendió a otros sectores gubernamentales.
Pero además de este sector público “en las sombras”, que pone en cuestión la creencia en un aparato estatal comparativamente reducido, existe en los Estados Unidos un “estado de desarrollo oculto”, como lo llamó Fred Block en 2008, que ayudó a trasladar las tecnologías del laboratorio al mercado. Contradiciendo la visión de una economía gobernada por la “mano invisible” del mercado, existiría así un Estado fuertemente intervencionista, que en la década y media transcurrida desde aquella observación, no habría hecho sino crecer.
Según esta perspectiva, el país adoptó un conjunto de políticas de innovación extremadamente sofisticado y descentralizado, que funciona para mover nuevas tecnologías del laboratorio al ámbito comercial y están distribuidas entre docenas de agencias gubernamentales, en su mayoría invisibles para el electorado. Los cuatro grandes proyectos de ley aprobados en los dos primeros años de la administración Biden (la Ley del Plan de Rescate Estadounidense, el Proyecto de Ley de Infraestructura Bipartidista, el Proyecto de Ley de Chips y Ciencia y la Ley de Reducción de la Inflación) representan la mayor expansión del papel del gobierno federal en la economía desde el New Deal. Estas iniciativas legislativas, que demandarán decenas de miles de millones de dólares en esfuerzos de innovación, se basan en elaboradas redes institucionales a nivel estadual y local, que han crecido sostenidamente durante las últimas décadas.
Como también ocurre en Israel, Irlanda, Taiwán y otros países, funcionarios de gobierno, ubicados a menudo en agencias pequeñas y desconocidas, fomentan el desarrollo brindando apoyo financiero y otras formas de asistencia a firmas nuevas o existentes. Avances tecnológicos en áreas relacionadas con el cambio climático, la nanotecnología, la ciencia de materiales, la automatización o las vacunas contra el COVID-19, no hubieran sido posibles sin esta inyección masiva de recursos a través de políticas y programas gubernamentales que apuntan a fomentar ecosistemas de innovación interactivos.
¿Cómo algo tan significativo y difuso puede permanecer en gran medida oculto? Parte de la explicación es que la descentralización contribuye a la invisibilidad. Y otra parte es ideológica, ya que la idea de un estado desarrollista es simplemente incompatible con el fundamentalismo de mercado, al dar por sentado que las innovaciones importantes dependen sólo de los laboratorios de las corporaciones y que es la inversión privada la que impulsa la economía.
No sorprende entonces que muchos, en los Estados Unidos, adopten una actitud etiquetada como “libertarismo cotidiano”, la creencia de que el ingreso sólo pertenece a quien lo ganó y que los reclamos sobre ese ingreso por parte de otros, incluidos los impuestos, son en gran medida ilegítimos. El populismo de Donald Trump se basa en la fusión del libertarismo cotidiano con el fundamentalismo de mercado, el antiintelectualismo y el temor a los inmigrantes. Entretanto, se ha montado un sistema donde los riesgos se socializan y las ganancias se privatizan, situación agravada por las estrategias de evasión fiscal desarrolladas por conglomerados empresarios fuertemente dependientes del financiamiento público, que trasladan sus sedes a países con sistemas tributarios benignos y sus ganancias a paraísos fiscales.
El papel del estado desarrollista en la innovación y el progreso económico de la economía estadounidense ha crecido enormemente en sus tres niveles de gobierno, al crear una compleja red de organizaciones coordinadoras que ayudan a las empresas emergentes, capacitan trabajadores y apoyan los desarrollos tecnológicos. Buena parte de la comunidad académica, muchos líderes de opinión y la mayoría del público no reconoce esta transformación. Cuando la ciudadanía no adquiere conciencia ni comprende estos procesos, las divisiones sociales y los conflictos pueden intensificarse. Tal vez la intensa polarización política que experimentó la sociedad estadounidense durante la última década está directamente relacionada con este desconocimiento sobre el lado oculto del Estado.
Sería bueno que esta evidencia también pueda servir para desbaratar interpretaciones deliberadamente falsas sobre el rol del Estado, que aun sostienen ciertos integrantes de nuestra clase política; y para que nuestros ciudadanos, puedan comprender la importancia de un Estado abierto, sin lados oscuros, para evaluar si los gobiernos cumplen cabalmente con los compromisos preelectorales que, por cierto, raramente respetan.