El funcionamiento de las instituciones democráticas tiene su base en ideas y prácticas que deben cumplirse por parte de los Estados: sufragio universal, independencia de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, administración pública profesional, imperio de la ley.
No obstante, desde principios del siglo XX, de manera más pronunciada después de la Segunda Guerra Mundial, el Ejecutivo se ha desarrollado sobremanera y dentro de él la administración pública. Los partidos políticos cuyo origen es la Revolución francesa, han colonizado la sociedad y, especialmente, las instituciones. Este desarrollo ha venido de la mano de la extensión del Estado, que ha pasado a ser un Estado más potente, más gastador de recursos, más presente en la vida de los ciudadanos mediante la educación, la salud, las pensiones… A pesar del neoliberalismo imperante desde los años ochenta del pasado siglo, la realidad muestra una evidente extensión de las actividades estatales, aunque parte de sus actividades hayan sido privatizadas. La pandemia, por su parte, ha demostrado la necesidad de instituciones fuertes que palien en la medida de lo posible las dificultades especiales de la población.
Preocupa que, aunque el número de personas que viven bajo el régimen democrático aumenta, sin embargo, hay un creciente apogeo de regímenes autoritarios, que como en el caso de Qatar, mejoran su prestigio organizando grandes eventos deportivos de forma exitosa. La guerra de Ucrania tampoco contribuye al desarrollo de los pueblos, por sus repercusiones económicas como la inflación y la escasez de alimentos, además de la carestía evidente de la energía.
Para fortalecer las democracias hacen falta muchas actuaciones, pero algunas nos parecen determinantes para el funcionamiento eficaz de la vida democrática en sociedad. En primer lugar, el respeto entre los adversarios políticos. No vivimos tiempos en los que la relación sea muy cordial, pero asistimos con preocupación a la proliferación de incidentes incluso físicos (Perú) en los que los adversarios no dudan en amenazarse o incluso golpearse personalmente. Esta animadversión termina con frecuencia en la proliferación de causas judiciales e incluso en la condena de quienes con anterioridad han desempeñado importantes cargos políticos.
Es preocupante la acusada politización del Poder Judicial, que podemos detectar en las democracias latinoamericanas y europeas, así como en Estados Unidos. No se trata de debatir ahora sobre el más adecuado sistema de selección de los jueces (por elección, por oposición, por designación) sino del comportamiento de la corporación. Como cualquier conjunto de individuos, tiene sus propios intereses y si a estos se suma la disciplina partidaria en su actuar, la sociedad tiene problemas. Es lo que puede estar sucediendo en algunas democracias. La inclusión de la manera de actuar de los partidos en el seno del Poder Judicial es perjudicial, porque los partidos no son escuelas de liderazgo, sino de supervivencia, o la instancia imprescindible para ir medrando en las escalas de poder. (Vallespín 2022)
La independencia judicial es un pilar fundamental de la democracia. Sin ella, el sistema se resquebraja y acaba rompiéndose. En todo caso, las hipotéticas necesarias reformas que pueden ser necesarias no deben impedir el acatamiento de las sentencias. Hacer de las sentencias judiciales un motivo de lucha política es un flaco favor a los ciudadanos, que necesitan a la institución judicial, tanto como a los poderes Ejecutivo y Legislativo.
Igualmente, la secuencia de la alternancia democrática exige cierto respeto por la labor de los antecesores. Como escribió Albert Camus, cada generación, sin duda se cree destinada a rehacer el mundo. Así lo proclama el adanismo, que en cada generación se encarga de destruir o menospreciar la labor de la anterior. Ahora, sin embargo, conviene a los ciudadanos no destruir los puentes construidos con anterioridad, sino fortalecer sus cimientos. Corresponde pues una alternancia respetuosa que siga edificando las realizaciones del gobierno anterior.
De acuerdo con los datos del Latinobarómetro de 2020, solo 25% de los ciudadanos encuestados parece tener confianza en la justicia, muy por debajo de la Iglesia o incluso del gobierno. Que la confianza mejore puede depender de demostrar precisamente esta independencia, puesta en causa por la realidad diaria, que nos trae demasiados ejemplos de parcialidad.
Lo que interesa a los ciudadanos es que los países y las instituciones funcionen, de manera que la vida discurra por cauces normales que contribuyan a una mayor felicidad. Ha de terminar el hastío recurrente derivado de las noticias del enfrentamiento político partidario, que lamentablemente cada vez más se lanza al seno de los tribunales y se hurta al Poder Legislativo, que para eso fue creado.
Artículo disponible en El Nacional.