¿Vale la pena semejante esfuerzo?


Uno de cada cuatro pesos del presupuesto (aumentado por la tributaria) se queda sin ejecutar.


No se sabe qué es peor: si asumir que cada dos años los gobiernos recurren a las reformas tributarias porque no han sido capaces de tener una política fiscal seria y rigurosa, o aceptar que semejante desgaste político, económico e institucional de cada dos años se hace aun sabiendo que parte de esa plata se queda sin ejecutar por la incompetencia de los gobiernos para hacerlo.

En los últimos 25 años se han llevado a cabo 12 reformas tributarias y, en ese periodo, el monto de los recursos realmente ejecutados (es decir, convertidos en bienes y servicios para los beneficiarios) no supera el 75 % de lo asignado cada año a los gobiernos. Esto es que uno de cada cuatro pesos del presupuesto (aumentado y corregido por la tributaria cada dos años) aprobado para los ministerios y las entidades del sector central y descentralizado se queda sin ejecutar.

Ese problema se explica, en gran parte, por las limitaciones técnicas para estructurar las inversiones; por deficiente planeación de los programas y los proyectos; por trabas burocráticas y administrativas; por negligencia en la cadena decisional; por interferencia de intereses políticos, o porque la cultura de la sospecha de corrupción ha impuesto tal cantidad de trabas y controles a la contratación que impiden que los recursos se puedan planear y ejecutar con prontitud y eficiencia.

Cualquiera sea la razón, lo cierto es que la práctica ha sido la misma: los responsables de las entidades gubernamentales se disputan a sangre y fuego cada peso de presupuesto que el Minhacienda somete al Congreso cada año para su aprobación. Pero al final del año fiscal ninguno de ellos es capaz de ejecutar la totalidad de los recursos asignados. Cuando les va muy pero muy bien, llegan al 80 % de la ejecución real. En la mayoría, los promedios están entre el 65 y el 55 % de la ejecución real, y las peores pueden tener reportes que avergonzarían al más descarado.

Pongámoslo en cifras: supongamos que al Gobierno le aprueban el Presupuesto General de la Nación tal como va. Es decir que le asignan $ 253 billones 409 mil millones para que funcione (con eso va a cubrir el pago de la nómina, los gastos de administración y las transferencias), $ 77 billones 998 mil millones para el servicio de la deuda y $ 74 billones 222 mil millones para inversión, para un gran total de $ 405 billones 629 mil millones como presupuesto general para 2023.

Al final de 2023, el Gobierno dirá que los $ 253 billones 409 mil millones se gastaron como correspondía. Que los pagos de las nóminas, los servicios profesionales y las transferencias se ejecutaron como debía ser. Igual, que honró sus compromisos financieros internacionales. Pero cuando vaya a reportar la ejecución de los $74 billones 222 mil millones de inversión (sin considerar los $ 22 billones adicionales que entran por la tributaria), vamos a encontrar que, siguiendo la tradición, el gobierno Petro solo podrá ejecutar realmente (es decir, como bienes y servicios producidos) unos $ 37 billones 111 mil millones (50 % de lo inicialmente aprobado).

Los 37 billones y pico restantes aparecerán registrados bajo formas que simulan ejecución, pero que en realidad no se han convertido en bienes y servicios a los beneficiarios. Estos faltantes se reportarán como recursos comprometidos como contratos en ejecución, convenios interadministrativos, anticipos pactados, pagos anticipados y convenios de cooperación con organismos multilaterales. Seguro muchos de esos recursos “restantes” terminarán pagando obras mal hechas, iniciativas innecesarias o favores políticos, pero más allá no sucederá nada.

Y mientras el Presidente siga ofreciendo subsidios que terminan como “gastos recurrentes” (que por no poderse acabar obligan al minhacienda de turno a pensar una nueva tributaria que financie con “ingresos recurrentes” la oferta presidencial), a los contribuyentes no nos queda otro camino que pensar cómo vamos a pagar los impuestos que tendremos que asumir por la tributaria. ¿Valdrá la pena semejante esfuerzo?.

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