Desinformación: Artículo escrito por Francisco Velázquez


La tensión creciente entre Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido con Rusia, a causa de Ucrania, de la que todos somos testigos, entre asombrados y aterrorizados por la posibilidad de que estalle un conflicto armado o que se aceleren los síntomas de una nueva guerra fría, nos lleva a analizar con frialdad las técnicas utilizadas por las partes para lograr el apoyo de la población. Los dos bloques de países defienden sus argumentos, generando continuamente noticias que benefician su propia posición, en la que el adversario es siempre el responsable del hecho negativo. Pudiera ser que un intento de realizar un análisis frío y distante se encontrara con el anatema inmediato. Como se ha señalado, “no hay términos medios, se penaliza la equidistancia, casi tanto o más que la propia discrepancia”. (Vallespín, 2021)

Como en todos los conflictos, probablemente la información proporcionada no es completa. Es parcial y beneficiosa para la parte suministradora, que sigue la técnica tradicional de todas las guerras. La comunicación oscila siempre entre el ocultamiento de los “hechos negativos” y la interpretación especialmente dura de lo que “el enemigo” ha llevado a cabo.

Un ejemplo clamoroso de este asunto se refiere a la mal llamada gripe “española”, tan recordada ahora a causa de la pandemia que retrasa su retirada, a pesar en este caso, de la unanimidad de todos los países e incluso su colaboración, tan poco usual en otras materias. La “gripe española” debe su nombre a que España en 1918 era neutral en la Primera Guerra Mundial y era el único país que publicaba el número de muertos. Quedó el nombre y resulta inútil renombrarla, aunque sí podemos recordar que el primer caso registrado fue en Kansas en marzo de 1918.

Históricamente esta es la secuencia habitual. En la guerra de Irak, el hecho desencadenante y que se explicó a la opinión pública fue la tenencia por Sadam Husein en Irak de armas de destrucción masiva inexistentes. La contrapropaganda, de gran efectividad en la guerra de independencia española contra las tropas de Napoleón, fue de gran utilidad en la contienda mediante proclamas, manifiestos, folletos y todo tipo de panfletos. La explosión del Maine en la bahía de La Habana fue cierta, pero no la atribución a la Marina española, pero sirvió para desencadenar la guerra entre Estados Unidos y España.

Hoy nos encontramos con una exacerbación de la cuestión merced a las redes sociales que tanta adhesión suscitan como problemas causan en ocasiones. Son muy útiles para las explicaciones y difusión de las políticas públicas o de medidas que deben ser conocidas de inmediato por la población, como esta pandemia nos ha demostrado. Su manipulación por medio chatbots o por grupos de individuos que protestan o generan una dirección distinta en cualquier circunstancia mediante fake news, ha sido evidente en los casos de elecciones en los países democráticos, incluyendo su importancia en las recientes elecciones norteamericanas.

La frecuencia e instantaneidad en la emisión de opiniones que las redes sociales permiten, nos mantienen informados, pero generan problemas de todo tipo que transforman cualquier argumento en el inicio de un sinfín de likes o reacciones contrarias, no necesariamente buscadas por el emisor. Con cierta frecuencia, es el inicio de una situación, en algún caso buscada, en otros muchos no, desagradable o incluso tensa. El resultado es la imposibilidad de generar una opinión pausada y ajustada a la realidad.

Lamentablemente, esta situación se traslada a los medios de comunicación, especialmente radio y televisión y lo que es peor al ámbito parlamentario. Genera con gran frecuencia la intolerancia, retratada en el libro la sociedad de la intolerancia de Fernando Vallespín.

En esta situación, la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas queda absolutamente mermada como se explica nítidamente en el libro recientemente editado por el BID (Banco Interamericano de Desarrollo): “Los individuos considerarán que las instituciones son confiables si creen que las instituciones y los funcionarios son efectivos en el logro de sus objetivos y si esos objetivos son compartidos por la sociedad” (Keefer y Scartascini, 2021).

La confianza es esencial para el mantenimiento y fortalecimiento de las instituciones. Sin ella, se debilitan y dan paso a todo tipo de acciones destructoras de la convivencia ciudadana. La pandemia no ha contribuido en muchos países a generar más confianza, pero si las instituciones de salud y seguridad han funcionado, el ciudadano ha valorado positivamente su efectividad. Si no ha sido así, la desconfianza ha avanzado.

Artículo disponible en El Nacional.