El insomnio me tumba de la cama. No es un día cualquiera el que comienza dentro de un rato. Los pájaros aún no se manifiestan y el Ávila aún está a oscuras, apenas la luz de los guardabosques y de algún caminante atrevido se deja confundir entre las estrellas que alumbran esta nuestra ciudad. Ya sé que a pesar de la estela del árbol de Navidad y de los adornos que nos recuerdan que estamos ante nuestra festividad cristiana y que aún emanan los olores de esas maravillosas hallacas preparadas como un ritual de familia encabezada por mi madre de 88 años y quien sin duda al igual que las miles de madres venezolanas hace las mejores hallacas del mundo , la mesa que preparamos para esta noche de gran cena será un punto de reencuentro pero también de ausencias y tristezas, no solo por los que se nos han ido para no volver, sino por la añoranza de esos hijos, sobrinos, hermanos, primos, los hijos de nuestros amigos que emigraron y que hasta el último momento nos dan esa esperanza de que quizás regresen, que para estas navidades nos darán el mejor de los regalos.
Soñar no cuesta nada. La realidad siempre se impone. Miles de miles de venezolanos estaremos ausentes los unos de los otros. Quienes nos quedamos recordaremos la presencia del pasado y los que se fueron pensarán al infinito en por qué no pudieron estar presentes. Pero esa es la vida, nada está en su justo lugar, todo es circunstancial, nada está firmado sobre piedra. Hoy 25 es el día de la resaca en el cuerpo y en el espíritu. No habrá regalo que llene la ausencia de los hijos alejados. Se fueron, por lo general por razones objetivas, buscando lo que aquí no les pudimos dar o quizás por el ímpetu de estar más allá de los límites que nos impusimos. Todo es válido, nadie los culpa, son sus vidas, así como hicimos las nuestras, pero el sinsabor siempre estará allí, la angustia por la ausencia no se escapa. Siempre será triste una Navidad sin los hijos, los nuestros y de los otros. Una vez lo escribí como una letanía. Aquí lo recuerdo.
Los muchachos que la nación vio nacer se enrumban buscando nuevos destinos, dejan su bosque y escarban por un nuevo refugio. Una frustración para quienes apostaron por su futuro es constatar que lo que hicimos bien como padres, no lo logramos como ciudadanos. No les hemos dado el país noble y estable que se merecen. Cuando llega el momento de la partida nos embarga una gran tristeza. Se produce un dolor que se aloja en el pecho. Es como un papagayo que se nos desprende en pleno vuelo. Cuando un hijo se va te queda la sensación de una tarea que faltó por cumplir, que algo más pudiste dar. Piensas en el tiempo transcurrido, en el recorrido, piensas en la rutina que compartieron y los días que pasaron bajo el mismo techo muchas veces sin estar presentes.
Te increpas, cuántas veces salimos a caminar y pudimos escucharle para compartir sus sueños. Cuántas veces lo acompañaste al médico. Cuántas horas pasamos juntos pero ausentes. Cuando un hijo se va se produce un gran vacío, queda el tormento de que el tiempo ya no se regresa, lo que hiciste bien y lo que no ya el pasado lo borró. Cuando un hijo se va, la vejez se acelera, la tristeza te embarga.
Cuando un hijo se va te queda la duda del reencuentro. Te preguntas cuántas veces los volverás a ver. Cuánto tiempo más pasaremos juntos. Cuando un hijo se va es como el viento que se lleva una hoja. Siempre te queda la duda de cómo será su futuro. Allí te recriminas sobre si lo hiciste bien. Si tu verbo los ayudó y los orientó a tiempo. Si lo poco o mucho que les diste de algo sirvió. Te queda la incertidumbre si será que recuerdan más lo que les diste que lo que dejaste de dar. ¿Será que el abrazo y el beso de noche pesaron menos que el regaño fugaz? Cuando un hijo se va el silencio sube de volumen, la tristeza te embarga y el tiempo te increpa.
Nos queda desearles a los hijos de Venezuela, no importa dónde estén, una Feliz Navidad.