Internet, la cita previa y el acceso a los servicios públicos: Artículo escrito por Joan Subirats


Desde mi punto de vista, se está confundiendo digitalización con barrera infranqueable para la atención personalizada y presencial. Y ello tiene consecuencias sociales y políticas significativas

Cada vez hay más servicios públicos que han completado su emigración al escenario digital, y son muchos los trámites que pueden hacerse sin presencia directa ante los mostradores de cualquier organismo público. Se trata, sin duda, de una mejora muy sustancial si atendemos a los ahorros de tiempo en desplazamiento, colas y la nada infrecuente reiteración de visitas al contrastar la falta de algún papel. La Agencia Tributaria, la Seguridad Social o los trámites para obtención y renovación de documentos de identidad, carné de conducir o pasaporte son un buen ejemplo de enorme transformación burocrática. La pandemia y el confinamiento que llevó aparejada provocó el cierre súbito de la atención personalizada y forzó al único canal de la tramitación a distancia y, más tarde, a la imprescindible cita previa para resolver personalmente trámites de todo tipo. El problema es que un cambio de esas características y de esa envergadura deja por el camino a mucha gente que precisa de acompañamiento para poder superar las carencias educativas y digitales que imponen los nuevos protocolos. No se trata de un problema meramente técnico. Tiene una dimensión política y social, ya que conlleva costes y beneficios, ganadores y perdedores.

Hemos de recordar, hablando de todo ello, que uno de los elementos centrales en el debate sobre la calidad de los servicios ha sido y sigue siendo el de la capacidad de personalización de la atención al ciudadano. Si retrocedemos en el tiempo, y desde la lógica del mercado, lo que se puso en primer plano fue la capacidad de acceso a un determinado producto o servicio. En este sentido, el fordismo, o la capacidad de producción masiva de productos hasta entonces considerados de lujo por su complicado proceso artesanal y personalizado de producción, significó un cambio estructural de dimensiones enormes en las formas de producir, vivir y consumir. Ya en las últimas décadas del siglo XX, tras el impacto del gran cambio generacional e ideológico que supuso aquella época, el sector productivo dedicado a bienes de consumo entendió que la clave del éxito no estaba solo en asegurar el acceso a determinados productos necesarios para la vida, sino que lo importante era conseguir responder a la exigencia de personalización, de respuesta específica a cada quien.

Así, poco a poco, sin grandes alharacas, hemos pasado del fordismo, entendido aquí como sinónimo de no-diferen­ciación y de homogeneidad, a lo que podríamos denominar el zarismo (de Zara, no de los zares), o, dicho de otra manera, la capacidad de personalización de los productos de masas en base a un sistema de producción flexible, descentralizado y capaz de seguir las demandas de los clientes de manera muy ágil y rápida. En pocos días la oferta sigue a la demanda, monitorizando y adaptando cualquier movimiento en este sentido.
 

En la esfera de los servicios públicos, la burocracia weberiana es el correlato al fordismo en la esfera mercantil. Todo ciudadano tiene el mismo acceso a los servicios públicos. Se trata de un acceso y de un trato que quiere ser eficiente, pero que sobre todo ha de ser indiferenciado. Ya que toda personalización, toda atención individualizada se considera que puede conducir a la discrecionalidad. Y eso sería atentar a la idea básica del trato igual al conjunto de ciudadanos. Entendiendo ese «trato igual» como un trato igualmente homogéneo, indiferenciado. Pero, deberíamos convenir que lo contrario de la igualdad es la desigualdad, y lo contrario de la diver­sidad es la homogeneidad. Son dos valores distintos y en muchos casos en la administración se acaba confundiendo igualdad con homogeneidad. Estamos pues en un contraste claro entre una mirada burocrática weberiana, aún vigente, en la cual la administración públi­ca ha de actuar con eficacia indiferente, y un mundo exterior en el que la calidad es precisamente la capacidad de incorporar la diferencia, ya que el valor está en la personalización.

En este contexto, ¿Cómo está afectando la creciente digitalización de trámites y servicios públicos? Desde mi punto de vista, se está confundiendo digitalización con barrera infranqueable para la atención personalizada y presencial. Y ello tiene, como decía, consecuencias sociales y políticas significativas. Es verdad que el acceso digital y los trámites on line, facilitan que las personas que tienen las capacidades y los recursos necesarios para moverse de manera eficiente en pantallas y webs de todo tipo salgan beneficiadas de ello de muchas maneras. Pero, por otro lado, las máquinas no tienen «compasión». No son capaces de compartir la misma pasión, es decir, compartir el problema de la misma manera que el que lo está padeciendo. Las pantallas son, por ahora, frías e insensibles al padecimiento de quienes tienen al otro lado. Es obvio que los recursos digitales y educativos de la gente no están homogéneamente distribuidos y por tanto el resultado de todo ello es un trato desigual y excluyente.

En este sentido, es muy significativo ver la labor protectora y cuidadora que a menudo realizan, por falta de quienes deberían hacerlo, el personal de seguridad o el policía que está en la puerta de muchos servicios públicos, atendiendo a la gente, dándole consejos sobre cómo resolver su caso, o simplemente escuchando sus dudas e incertidumbres. El problema es que no pueden resolver nada, pero al menos atienden. Ponen rostro y voz a un servicio que parece carecer de ello, parapetado tras la muralla de la cita previa.

Los servicios y trámites públicos no son prescindibles. Casi siempre son obligatorios. No puedes «irte», como ocurre cuando no te gusta un proveedor privado. Si no puedes irte, deberían al menos «oírte», escuchar tu «voz» (usando el conocido título de Albert O. Hirschman). No entiendo con todo ello que la digitalización de las administraciones públicas sea negativa, pero sí que puede acabar siendo injusta y con efectos excluyentes, generando desprotección precisamente a quienes más la necesitan. No podemos imponer la digitalización a quien no tiene recursos para moverse en ella.