Definir innovación es complejo ya que puede interpretarse desde diferentes perspectivas. «La innovación en la gestión pública puede definirse como el proceso de explorar, asimilar y explotar con éxito una novedad, en las esferas institucional, organizativa y social, de forma que aporte soluciones inéditas a los problemas y permita así responder a las nuevas y tradicionales necesidades de los ciudadanos y de la sociedad» (artículo 2 de la Carta de Innovación en la gestión pública, CLAD, 2020). Aportar soluciones nuevas a nivel institucional, organizativo y en la interacción entre las administraciones y los diversos actores económicos y sociales ofrece un espectro muy variado de posibilidades.
Las administraciones públicas poseen unos ingredientes que fomentan la innovación: una presión social para incrementar y mejorar las carteras de servicios públicos, los liderazgos y cambios políticos que buscan diferenciarse para lograr apoyo político por los canales democráticos, profesionales altamente cualificados, los cambios de carácter tecnológico, unos ámbitos de trabajo multisectoriales que promueven el intercambio de experiencias, conceptos y buenas prácticas de un sector público hacia otro. Pero las administraciones públicas también poseen tensores reactivos que frenan la innovación: modelos organizativos muy fragmentados que impiden el diálogo y el trabajo colaborativo, lógicas procedimentales y normativas que reducen las potencialidades innovadoras, escasa estabilidad del pensamiento estratégico por los excesivos cambios por motivos políticos de los directivos profesionales, sistemas garantistas anticuados de gestión de recursos humanos que no logran fomentar y preservar el conocimiento y que suelen ser capturados por intereses corporativos con lógicas inmovilistas. Las administraciones públicas suelen trazar planes para fomentar la innovación que no suelen tener buenos resultados al no ser muy sostenibles en el tiempo debido a estos elementos reactivos. Otro error es vincular todos los esfuerzos innovadores exclusivamente en la tecnología. Estos planes suelen lograr, como mucho, una innovación de carácter incremental pero no una innovación profunda que permita un cambio de paradigma. Se trata de una estrategia equivocada. Para lograr una auténtica Administración pública innovadora deberían diseñarse planes para minimizar los tensores reactivos que impiden la innovación. La estrategia correcta no es tanto fomentar la innovación sino suprimir las barreras que dificultan la creatividad y su traducción en planes concretos de mejora.
Por tanto, el enfoque adoptado consiste en dibujar unas administraciones públicas que logren absorber los avances contemporáneos más significativos a nivel tecnológico (administración digital, inteligencia artificial y robótica), conceptual (gestión del conocimiento, inteligencia colectiva y nuevas formas de organización de las administraciones) e instrumental contribuyendo a configurar unas instituciones inteligentes que operen de manera científica. Tenemos que aspirar a dotarnos de sistemas de gestión inteligentes y que operen de manera científica. Una Administración inteligente y científica no solo va a ser capaz de afrontar con más garantías los retos de la presente década (por ejemplo, los ODS) sino que también va a contribuir de manera decisiva a superar los déficits y problemas estructurales de las instituciones iberoamericanas (corrupción, clientelismo, debilidad institucional, confusión entre modelos de gestión, etc.). Los ingredientes básicos para lograr una administración innovadora inteligente son los siguientes:
Artículo disponible en El Blog esPublico.