Los avances científicos y tecnológicos siempre han producido una atracción hipnótica en la humanidad con la promesa de un mundo mejor a la vez que han generado desconfianza por sus efectos negativos en el empleo. Las últimas décadas están repletas de esos avances, algunos por concretar, pero también de importantes retrocesos sociales y democráticos. En la tecnología depositamos la esperanza de una democracia más plena, de una sociedad más justa y participativa, de una economía más equitativa, de un mundo interconectado y cooperativo, de unas instituciones públicas más abiertas y proactivas al ciudadano. Es posible que las tecnologías permitan todo esto y más, pero también hemos visto que no lo harán por sí solas.
En 2002, la Comisión Europea señaló: «La tecnología evoluciona rápidamente, la penetración en Internet puede dispararse, pero el cambio social requiere más tiempo. Necesita cambios organizativos, transformaciones del modo de pensar, modernización de la normativa, otros comportamientos de los consumidores y decisiones políticas». Traducido a los tiempos actuales significa que para que se pueda producir una digitalización extensiva de la sociedad, la economía y la Administración se requieren cambios sociales profundos que la tecnología por sí misma no puede producir, aunque pueda impulsarlos, como hemos comprobado en el pasado.
La reflexión anterior debe hacernos contrastar los deseos motivados por el deslumbramiento de lo nuevo con las fuertes resistencias que suelen preceder a los proyectos de innovación. La digitalización realmente es un proceso innovador de base tecnológica, por lo que debe seguir los pasos de todo proceso de transformación y cambio en la sociedad y en las organizaciones concretas. No se trata, por tanto, de un nuevo fenómeno social, económico o administrativo, aunque incida en ellos, sino de un tipo de innovación, en este caso de basada en la tecnología. Esto no obsta para tenga especificidades en relación con otras oleadas tecnológicas del pasado.
La celeridad y la conectividad son dos de los rasgos principales del cambio tecnológico actual; estas características casan mal con la cultura burocrática. Es posible que las instituciones públicas flexibles, abiertas y orientadas al establecimiento de redes de actores aprovechen mejor las ventajas tecnológicas que las más cerradas o que trabajan en silos. En cualquier caso, que exista celeridad en la forma en la que se producen los avances tecnológicos no significa que se trasladen con la misma velocidad a las organizaciones, incluso de aquellas más proclives a la innovación y el cambio. En realidad, observamos que las transformaciones culturales experimentadas en la mayoría de las organizaciones públicas debidas a la tecnología son escasas, aunque quizá haya que esperar un tiempo para percibirlas.
Un ejemplo de lo anterior es lo que está sucediendo durante la pandemia. Por los testimonios recogidos en muchas Administraciones iberoamericanas en los últimos meses, en todos sitios se ha producido un intenso traspaso de los procedimientos presenciales a los virtuales. Más allá de que se hayan logrado levantar las resistencias que profetizaban que esto no era posible hacerlo, incluso en un lapso mucho mayor, algunos testimonios dudan de que la digitalización acelerada vaya a perdurar en el tiempo. Incluso si así fuera, se pone en duda de que se extienda al conjunto de la organización. Se es consciente de que se precisa un amplio proceso de alfabetización digital en la sociedad y en la Administración, tanto para los empleados públicos como para los políticos. Es claro que se trata de un cambio cultural y no solo de incorporar tecnología.
Algunas voces llaman la atención sobre cómo ha emergido durante la crisis el talento desconocido en la organización en forma de especialistas en tecnologías y herramientas digitales que, sin embargo, no se desempeñaban en puestos relacionados directamente con ellas. Esto da una pista clara de lo mucho que hay que hacer en materia de gestión de conocimiento en el interior de las organizaciones públicas.
Son las barreras culturales las que pueden limitar o impedir los procesos de innovación y cambio en las organizaciones, en este caso de carácter digital. Estas barreras hacen que la Administración se adentre en el umbral de riesgo sistémico al no asumir suficientemente el cambio radical que se está produciendo en la sociedad y en la economía impulsado por las tecnologías digitales, como sí lo está haciendo el sector privado, especialmente la gran empresa. De esta manera se ha producido un desequilibrio osmótico entre la cultura interior de las organizaciones administrativas de corte burocrático, que están dominadas por el mantenimiento del statu quo, y los cambios que se producen en su entorno. El riesgo que se afronta es el de la quiebra sistémica o pérdida de parte de la función que cumple la Administración para la sociedad. Esto se produce en un contexto en el que, como sabemos, la legitimidad y la confianza en las instituciones públicas es muy baja, lo que incrementa ese riesgo. En cualquier caso, serán los gobiernos los que decidan, a partir de su propia visión, qué tareas automatizar, dónde invertir en las habilidades necesarias y cómo desarrollar una fuerza laboral flexible y satisfactoria. Esto hará que el futuro del sector público sea diferente al del sector privado y que avance a su propio ritmo. Además, hay que considerar la gran variedad de Administraciones y de divisiones dentro de ellas.
Esta dificultad para adaptarse al entorno está mermando la capacidad de la Administración de realizar sus funciones tradicionales de autoridad, de ordenación de la economía y de intermediación con la sociedad. Esta situación también está dificultando la captación y retención del talento innovador, lo que agrava el distanciamiento con la sociedad y dificulta la capacidad para descifrar debidamente la realidad y para anticiparse al futuro mediante la interpretación adecuada de las incertidumbres del entorno.
La inmersión en la cultura de la conectividad y de la aceleración de los cambios tecnológicos que vivimos los ciudadanos choca con la cultura burocrática exigiendo a los ciudadanos una dualidad relacional con el sector privado, especialmente el más avanzado tecnológicamente, y con la dominante Administración tradicional. Incluso, cuando esta incorpora soluciones digitales, no supone, en general, asumir una alteración disruptiva, ni propiciar una nueva relación y experiencia con los ciudadanos.
La nueva cultura relacional con el sector privado se basa en la usabilidad, la accesibilidad, la conveniencia, la inmediatez, la exhaustividad, la amabilidad, la proactividad y la efectividad, lo que dista de la cultura burocrática administrativa. No parece que vaya a ser fácil mantener esa dualidad durante mucho tiempo, por lo que se abre ante los ciudadanos un campo amplio de posibilidades para recurrir a otros agentes que ofrezcan algunos servicios de la Administración ante las barreras internas, aunque de momento sea en el papel de intermediación en determinados procedimientos. La pandemia ha ofrecido a las grandes compañías como Google, Microsoft y Apple la posibilidad de mostrar su gran capacidad para mantener muchas formas de actividad social y económica, lo que no ha podido hacer el Estado. El siguiente paso podría ser ofrecer sus soluciones ante determinados retos sociales debido a la falta de capacidad del ámbito público y a la escasa o nula oposición de los ciudadanos.
Los cambios culturales precisan reformas a las que la tecnología puede contribuir actuando como acelerador: diseñar una arquitectura institucional desde la lógica de los receptores de los servicios, a los que hay que satisfacer de la manera lo más personal posible; eliminar los procesos de gestión que no creen valor; crear redes que aporten recursos privados y sociales; gestionar por evidencias, lo que implica la administración de los datos, la medición del rendimiento y la evaluación. Estas medidas se deben incluir en un modelo de gobernanza innovador y con visión de futuro como base de un nuevo contrato social.
En ayuda de la introducción de los procesos de cambio aparece la inteligencia artificial. Su incorporación debe servir para favorecer las actividades de planificación, diagnóstico y evaluación y para capturar el conocimiento y la experiencia existentes en la Administración y en las redes integradas por otras organizaciones, expertos y ciudadanos, lo que puede hacer de una manera automática y no intrusiva. A la evaluación del desempeño puede contribuir el aprendizaje automático, ya que los algoritmos evalúan las actividades de los empleados y ofrecen capacitación y asesoramiento profesional.
El nuevo paradigma digital obliga a entender la Administración de una forma holística superando la visión de silos con el fin de gestionar de forma global los datos y así extraer valor de su agregación y tratamiento, garantizando a la vez la privacidad de los ciudadanos. Este enfoque ha de potenciarse con la colaboración entre países, organismos y empresas para el intercambio y la producción de datos y de nuevos servicios personalizados, proactivos, integrados y sostenibles, así como la aceptación de soluciones ya aprobadas por los reguladores de los países. Asimismo, debe facilitarse el acceso a la información estadística para potenciar la investigación.
En fin, el cambio cultural pasa por concebir a la Administración como una plataforma de interacción con numerosos agentes que comparten recursos y conocimientos en pro del bien común.