Un tema central de nuestro tiempo y que la pandemia ha venido a resaltar es la (in)capacidad de adaptabilidad y de resiliencia de nuestras instituciones democráticas en un contexto de profundas transformaciones, cambios y sobre todo de incertidumbres.
En los últimos años, se ha incrementado la proliferación académica sobre las transformaciones democráticas, una tendencia creciente a partir del 8 de noviembre del 2016 con las elecciones norteamericanas y la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estado Unidos. En este contexto, una afirmación recurrente es que la democracia se encuentra enferma, entre otras cosas por su deficiencia institucional para generar entregables en la forma y en los tiempos que la ciudadanía demanda, y por la incapacidad del modelo democrático para detener el incremento de las brechas y la conflictividad social como lo hemos visto recientemente en Estado Unidos. Vale la pena entonces preguntarse si esta enfermedad requiere establecer profundas diferencias objetivas y subjetivas, o mejor dicho entre las modificaciones causales que se suelen identificar versus las construcciones cognitivas sobre las mismas. La cuestión central es entonces, si desde sus orígenes burgueses y aristócratas, la democracia habrá sido concebida ya con una serie de trastornos genéticos, después de todo, inclusive en el pensamiento griego clásico, hay una ausencia por creer en la soberanía popular y en la igualdad.
Si partimos de la provocación que la democracia no puede fundarse exclusivamente en el discurso y el juicio, puesto que va más allá, entonces requiere una alta dosis de confianza y credibilidad; de forma tal, que no es posible concebir la legalidad y legitimidad en ausencia de la confianza activa. Para algunos, las democracias están muriendo por el rechazo o débil aceptación de las reglas democráticas del juego, la negación de la legitimidad de los adversarios políticos, la tolerancia o fomento de la violencia y la predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación (“Cómo mueren las democracias”, Levitsky & Ziblatt, 2018), para otros, estamos en un momento de crispación del pueblo contra la democracia, en donde ha habido un problema al considerar la democracia liberal como la única forma posible, sin considerar otras posibles formas como los liberalismos no democráticos e incluso las democracias iliberales (“El Pueblo contra la democracia”, Mounk, 2018). Un debate tan extenso y diverso, como quisiéramos ajustar nuestros lentes, pero que es una idea heredada del modernismo.
Sin embargo, los frescos de Ambrogio Lorenzetti en el Palazzo Pubblico de Siena sobre los Effetti del Cattivo Governo nos recuerdan que no se trata de un fenómeno nuevo. Esta desilusión con la política indudablemente tiene motivos más profundos y estructurales, por una parte, la sensación de que los representantes ya no nos representan – o no lo hacen bien-, lo cual nos lleva a todo un debate de los tipos y formas de representación (“El concepto de representación” H. Fenichel Pitkin, 2014) y la impresión de que las instituciones ya no logran instituir lo social, sobre todo en términos de equidad ante la justicia e igualdad de oportunidades en una época de aumento de las disparidades (“La sociedad de los iguales”, P. Rosavallon, 2012).
América Latina, que además vive constantemente en una maratón electoral -el cual se incrementa aún más con los procesos internos y las candidaturas en ocasiones adelantadas-, se encuentra en un tenue equilibrio de múltiples fenómenos, entre los cuales se destaca lo que se mencionaba al inicio como la capacidad o habilidad para generar entregables en tiempo real, visto en la coyuntura actual en los procesos de vacunación, y de dirección política en contextos complejos y de alta incertidumbre.
La fragilidad económica y la debilidad en la gestión de nuestros sistemas de salud, nos han llevado también a una fragilidad social, nuestros mecanismos de ascenso social se han transformado en estructuras de rápidos descensos sociales. La sociedad aspira a poder mantener sus condiciones actuales de vida y no verlas cercenadas, algunas otras personas, tan solo añoran realidades de subsistencia.
Ronald Inglehart nos recuerda que cuando una sociedad padece de situaciones de escasez (ausencia de entregables por parte de la estructura institucional), se incrementan las posibilidades de estallidos de conflictos y protestas sociales con componentes de violencia colectiva, por lo cual, las demandas políticas siempre estarán situadas en los escalones más bajos de la jerarquía de necesidades de Maslow, esta regresión hacia demandas políticas dadas por superadas, lleva entonces a una alteración de la cultura, y por ende, de realineamientos políticos, que a su vez pueden ir impregnados con deseos de transformación en las instituciones democráticas.
En medio de la actual pandemia, podemos encontrar múltiples causas simples o complejas, lo cierto es, que la desigualdad ha secuestrado nuestras democracias, y ello se ha dado en medio de una densa neblina, producto de la desconfianza, para acercar a una sociedad diversa y plural con nuestros representantes democráticos, donde ya no solo se cuestiona a nuestros adversarios, sino también las reglas del juego. De ahí que se requiere una forma de pensar la democracia, pero más aún de cómo se ha de gobernar en incertidumbres complejas y no pretender que la forma de construir y gestionar lo público sigue encajando en viejas simplificaciones del pasado, solo la complejidad puede reducir la complejidad.