Captura del Estado y rentismo, males de la democracia: Artículo escrito por Óscar Oszlak


«¿Diría usted que su país está gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio o que está gobernado para el bien de todo el pueblo?» Esta pregunta del Latinobarómetro, planteada cada año a los latinoamericanos durante la mayor parte del período transcurrido desde 2004, tuvo una respuesta rotunda. En promedio, el 75% de la población de la región se inclinó por la primera opción. En la Argentina, las opiniones (73%) están cerca del promedio. Pero en países como Brasil y México, que con 97% y 90% encabezan la tabla, esa opinión es casi unánime. Incluso países tradicionalmente considerados modelos de democracia, como Chile y Uruguay, que además lideran las estadísticas de control de la corrupción en la región, presentan valores del 81% y 75%, respectivamente.

Fuente: LA NACION – Crédito: Sebastián Dufour

Estos resultados parecerían indicar que no es lo mismo un gobierno que beneficia más a ciertos grupos poderosos que un gobierno abiertamente corrupto. La diferencia es de grado, ya que las reglas que facilitan el sesgo sistemático para la obtención privilegiada de rentas o permiten la corrupción manifiesta suponen el previo acceso al mecanismo que los hace posibles: la captura del Estado. Esta captura se manifiesta de formas variadas e implica el ejercicio de influencia desmedida sobre el proceso de elaboración e implementación de políticas públicas, por parte de una élite que promueve intereses particularistas en detrimento del interés general de la sociedad. Como resultado, se resiente la equidad distributiva y se debilitan las bases institucionales de la democracia. Y a pesar de no ser un resultado legítimo, suele presentarse como legalmente válido.

Una de sus manifestaciones es el rentismo. La politóloga Cristina Zurbriggen, que dedicó un libro a analizar este fenómeno en Uruguay, lo asocia con la concesión estatal de tratamientos cambiarios a las exportaciones, la distribución de divisas destinadas a la importación y, en general, a la vigencia de redes rentistas consolidadas y legitimadas por reglas particularistas que han dominado la cultura política del país. Una breve digresión parece confirmarlo. En 1933, nació en Montevideo un poco conocido club de fútbol. Cuenta la leyenda que cuando los jóvenes que formaron el cuadro inicial fueron exhortados por un árbitro profesional a realizar una práctica «en serio», les preguntó: «¿Alguien trabaja mañana…?». Ante el silencio general, uno murmuró: «Vivimos de rentas…». El nombre «Rentistas» fue adoptado inmediatamente para el club naciente, que actualmente revista en la primera división.

Pero el rentismo es ubicuo. Refiriéndose a México, Hernández López identifica un similar patrón de comportamiento de las élites y la perpetuación de las estructuras que han mantenido históricamente una orientación extractiva que fomenta la desigualdad e imbrica al poder económico con el poder político. Identifica, en tal sentido, a una élite empresarial dedicada a la caza de rentas, renuente a la creatividad y a la innovación, que concentra el poder económico mediante rentas de monopolio en actividades extractivas y financieras, facilitadas por sus conexiones con el poder político.

Bresser Pereira, exministro del presidente Fernando Henrique Cardoso, ha señalado que el cuasi estancamiento de la economía brasileña desde 1980 se debe en parte a la existencia de poderosos grupos de interés, a los que llama «privatizadores del patrimonio público»

Por su parte, Bresser Pereira, exministro del presidente Fernando Henrique Cardoso, ha señalado que el cuasi estancamiento de la economía brasileña desde 1980 se debe en parte a la existencia de poderosos grupos de interés, a los que llama «privatizadores del patrimonio público», que no respetan los derechos republicanos ciudadanos, obteniendo privilegios legales: tasas de interés desmedidas, beneficios cambiarios, desgravaciones o exenciones fiscales, concesiones abusivas y subsidios diversos. También incluye entre los apropiadores de renta a altos funcionarios públicos cuyas remuneraciones son mucho mayores que el valor de su trabajo y hasta a quienes capturan la naturaleza o el medio ambiente, que es un bien público por antonomasia.

La apropiación del Estado y el rentismo han sido, también, rasgos característicos de las relaciones entre economía y política en la Argentina. Ya en el siglo XIX, la burguesía exportadora local, que integraba todas las comisiones gubernamentales en las que se elaboraban las políticas fiscales, conseguía que la recaudación aduanera gravara casi exclusivamente las importaciones, y no las exportaciones, lo cual le permitió acumular la enorme renta diferencial que generaba la economía pampeana. Durante el menemismo, las evidencias de captura de los entes reguladores por parte de las empresas privatizadas que debían auditar fueron registradas hasta en trabajos financiados por el Banco Mundial.

De hecho, todos los gobiernos argentinos sufrieron situaciones de captura, gracias al activo y cómplice acompañamiento de sus responsables políticos o pese a su militante y frustrante empeño por evitarlas. Solo desde el regreso de la democracia se dispuso media docena de blanqueos de capitales, que con distintos eufemismos en su denominación, intentaron disimular su origen espurio; y en estos días, se contempla la adopción de un séptimo perdón tributario. Regímenes de promoción que implicaron importantes transferencias de recursos, terminaron generando las famosas «industrias con ruedas». El jubileo dispuesto después de 2001 a través de la pesificación de pasivos implicó de hecho una licuación de deudas bancarias y una brutal redistribución de ingresos en favor de los sectores económicos más poderosos. Los sistemas de compras, suministros y licitaciones estatales, a pesar de su digitalización, muestran enormes agujeros por donde se filtran ingentes recursos hacia sectores cartelizados.

Pero no solo los sectores económicos son beneficiarios de la captura estatal. La dilación indefinida de causas judiciales permite que fueros legales y corporaciones judiciales impidan el procesamiento de presidentes, ministros o jueces, con causas no cerradas o denuncias penales, que pueden continuar su carrera política o jubilarse, cobrando dietas o jubilaciones astronómicas. Funcionarios al servicio de agencias estatales selectas pueden percibir salarios tres o cuatro veces superiores a los recibidos por sus pares en organismos condenados a escalafones más escuálidos. O generosos «retiros voluntarios» premian los servicios de quienes, muchas veces, egresan por la puerta del Estado y regresan por la ventana amparados por otras formas de contratación.

Con diferentes matices, los latinoamericanos vivimos en democracias capturadas, donde para mantener los privilegios de unos pocos, se ha echado mano a cuanto recurso haya permitido conseguir ese resultado: campañas mediáticas manipuladas, «puerta giratoria» entre cargos públicos y privados, conversión de procedimientos extraordinarios en ordinarios, regulación del financiamiento partidario, actividades de cabildeo o lobbying, velo «técnico» de decisiones esencialmente políticas, judicialización para el retraso o bloqueo de normas fiscales, movilizaciones sociales para forzar políticas inequitativas, u otros mecanismos casi indistinguibles de auténticas prácticas corruptas, como el uso de paraísos fiscales, el soborno, los conflictos de interés y el tráfico de influencias.

La pandemia ahondó, y puso más en evidencia, las ya profundas desigualdades que caracterizan a la estructura social en América Latina. A las grietas existentes, y a las que se han abierto, habría que sumar y colocar, bajo un foco más potente, las que amparadas y disimuladas por su «legalidad», dividen a los ciudadanos entre apropiadores del Estado y damnificados por su captura.

Artículo disponible en el diario La Nación.