En 1848, un político español, Lorenzo Arrazola, ya manifestó que “el ejercicio sin cortapisas de la facultad de nombrar empleados no solo da lugar a que sea precaria la suerte de miles de familias, sino que además una parte especial del mal que produce es la perturbación administrativa”.
Unos salían y otros entraban; los pronunciamientos, tan constantes en la historia española, nutrían de felicidad a algunas familias de talante conservador o liberal, que veían cómo el porvenir más inmediato quedaba solucionado o se sumían en un período de angustiosa espera, en conspiración permanente, hasta el siguiente cambio.
El siglo XIX, tan relevante en América, donde tiene lugar en distintos años a partir de 1810 la independencia de la corona española, ofrece también algunas prácticas gubernamentales, que perduran en nuestros países y que resultan especialmente inquietantes para la estabilidad de las instituciones.
La inmediata incorporación a las nuevas Constituciones latinoamericanas de las ideas más avanzadas del siglo, que logran su institucionalización en pocos meses o años, contrasta con las dificultades de los países más viejos cuyas reglas de modificación constitucional impiden la celeridad, tachada de peligrosa y semilla de errores de difícil corrección.
Sin embargo, hay otras valoraciones basadas en Maquiavelo, que en una de sus conocidas máximas afirmaba que «los hombres siguen siempre con placer sus hábitos. Tanto es así que abandonan las innovaciones con tanta prontitud como las acogen». ¿No es esto una realidad ?
Incluso, el desprestigio de los empleos públicos, como ha indicado Krauze, alcanza a próceres latinoamericanos como José Enrique Rodó, en Uruguay, a quien en 1898, el triunfo del Partido Colorado le garantiza un empleo en la oficina de avalúos de guerra. Rodó acepta con resignación ese “recurso desesperado que llamamos en nuestro país un empleo público”. Recurso desesperado: léase cuando no hay otra cosa, de algo hay que vivir.
Las angustias y sinsabores de los funcionarios que sufren la caída del gobierno permanecen en numerosos países de América Latina. Excesivos cambios de personal para Estados todavía de escaso volumen, comparados con los países más desarrollados.
No obstante, de forma progresiva, al igual que en Europa (Alemania, Francia, Reino Unido), se van formando grupos de funcionarios cuya permanencia empieza a estar garantizada, su proceso de selección se hace más sofisticado y basado en el mérito y la capacidad. Max Weber, el mayor y más profundo teórico de la burocracia, llega a afirmar que el conocimiento de los asuntos por parte de los altos funcionarios de los ministerios era infinitamente mayor que el de los ministros.
Hoy, los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) declaran en su objetivo 16
que ha de lograrse la paz, la justicia y las instituciones sólidas, porque no es posible ninguna de estas tres metas sin una administración profesional y eficaz. Tampoco , por cierto, es posible un Estado eficaz sin una burocracia competente para alcanzar objetivos de desarrollo. Los ciudadanos, replegados en su esfera privada, reclaman constantes respuestas a la administración frente a todo tipo de problemas, “con lo que la política se va convirtiendo en mera técnica que, con su éxito de gestión, pone las bases de su fracaso de legitimación”, como ha escrito el filósofo alemán Habermas.
El proceso de fortalecimiento de una administración profesional se basa en «consolidar una administración pública dirigida y controlada por la política en aplicación del principio democrático, pero no patrimonializada por esta, lo que exige preservar una esfera de independencia e imparcialidad en su funcionamiento, por razones de interés público”, señala uno de los documentos del CLAD aceptado por sus 23 países miembros. Y aquí la pregunta cuya contestación no es de resultados excelentes: ¿podemos afirmar que en nuestros países iberoamericanos se cumple este deseo?
Los rasgos ideales de esta organización, como la especialización de funciones, la delimitación rigurosa de competencias, el seguimiento estricto de procedimientos, el uso de documentos y comunicación por escrito (incluso en soporte digital), la no propiedad del cargo, la preparación técnica para acceso al puesto, la seguridad del empleo, deben ser adoptados por nuestros países, de modo que los profesionales sirvan a los intereses de los ciudadanos.
La profesionalización de la función pública, seleccionada por mérito y con carácter permanente, genera un valor agregado verificable en las capacidades estatales. Este valor es necesario para mejorar la calidad de la gobernación y, junto con ella, conseguir la creación de más valor público o resultados de desarrollo en la sociedad. Es una exigencia del desarrollo económico y un pilar de la democracia, pues una administración pública bien gerenciada distribuye los recursos bajo el principio de igualdad y mejora en consecuencia la vida de los ciudadanos, poniendo las bases de un mejor funcionamiento de los servicios públicos.
Artículo disponible en el diario El Nacional.